Es difícil conceptualizar la democracia. Por una parte, es un valor de las sociedades occidentales y como tal está vinculada con las ideas de libertad e igualdad. Por otra parte, es un sistema de gobierno que se caracteriza por la participación en la elección de las autoridades. Por ello, la pregunta válida que surge al respecto es qué vínculo existe o debe existir entre estas acepciones de la democracia. El pensador italiano Norberto Bobbio planteaba una distinción fundamental para comprender la profundidad del problema: según su perspectiva cabía hablar de una democracia sustantiva y una procedimental. Esta última es más bien formal, hace referencia a las reglas del juego, es la elección de la mayoría. La sustantiva, en cambio, es la que en un principio hemos nombrado como un valor.
Vuelvo a plantear el problema: ¿es condición suficiente para un sistema democrático la democracia procedimental? Por condición suficiente me refiero a aquella causa que por sí misma nos permite hablar de democracia. El aspecto procedimental está ligado al ámbito normativo. Es el conjunto de leyes que permite el desarrollo del juego. Para Kelsen ese conjunto es el derecho. Desde la perspectiva positivista, ley y derecho son sinónimos, siempre y cuando, las primeras se hayan dictado de acuerdo a los procedimientos previamente establecidos por el ordenamiento jurídico.La elección de las autoridades carece de significado democrático si estas no gobiernan de acuerdo al mandato de la mayoría y no fortalecen los aspectos sustantivos de la democracia.
La democracia procedimental, por tanto, implica un estricto apego a las normas, aun cuando estas normas puedan perjudicar la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Si la ley supone la expresión de una voluntad soberana, entonces la asociación entre el procedimiento y la democracia pudiera tener cierta lógica, pues los ciudadanos en atención a circunstancias históricas determinadas pueden elegir limitaciones. La limitación sería el contenido de la norma, pero sería válida en tanto que es una elección legítima.
Pero ¿qué ocurre cuando las reglas del juego son establecidas para el beneficio de una minoría determinada? ¿debemos seguir hablando de democracia si es el caso que esto se hizo conforme a derecho? Si aceptamos este punto entonces se producirá una contradicción: al modo de 1984 podremos declarar que se puede construir una democracia sin participación. Vale decir, la aceptación irrestricta del aspecto procedimental como condición suficiente nos lleva a una democracia distópica.
Parece entonces que lo que define a una democracia no es su aspecto procedimental, sino el sustantivo. Respecto de este, Bobbio señala que se trata de hacer extensivas las reglas del juego a la mayoría, asegurando su participación, y respetando a las minorías. Por su puesto, a esto hay que agregar los derechos básicos que según Arendt son constitutivos de un Estado de Derecho: libertad de reunión, de asociación, de traslado y movimiento. No hay democracia si no se respetan estas libertades mínimas. Tampoco si no se respeta el derecho a emitir opinión ni el de información.
Creo que la idea base para comprenderlo es la concepción aristotélica del bien común. Según él, la democracia era uno más dentro de los sistemas de gobierno o constituciones puras. Lo que la diferenciaba de los demás es la cantidad de gobernantes, no su finalidad. Una sociedad correctamente organizada podría optar por un sistema con una cantidad menor de gobernantes, lo importante era no perder de vista la verdadera finalidad: la búsqueda del bien común.
El aspecto sustantivo, por tanto, vas más allá del procedimiento. Es el fundamento que le da sentido al procedimiento. En virtud de que las sociedades occidentales se han levantado sobre la idea (al menos desde un punto de vista formal) de la igualdad y la libertad de sus ciudadanos, la elección de las autoridades carece de significado democrático si estas no gobiernan de acuerdo al mandato de la mayoría y no fortalecen los aspectos sustantivos de la democracia.
Hoy nos encontramos en un contexto en que la clase política desconoce esto. Deliberadamente se apegan a un formalismo que apunta a mantener las reglas del juego y con ello los desequilibrios de poder existentes en nuestra sociedad. Lo paradójico del asunto es que estas reglas no rigen para ellos, pues se han erigido en una elite que se mantiene al margen de las normas, que amparados en la autocomplacencia y el discurso del funcionamiento de las instituciones gozan de cierta impunidad por sus actos.
Lo que vivimos hoy, por tanto, es una distopía: una institucionalidad que carece de legitimidad social apunta a mantenerse haciendo uso de un discurso “democrático”, pero atendiendo a prácticas propias de una dictadura, socavando el verdadero fundamento de la democracia.
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