No hay vuelta atrás. El acuerdo por una nueva Constitución, más allá de las discrepancias sobre la forma de alcanzarlo, marca el final político de la Constitución de 1980. Esto es a todas luces un suceso histórico: por primera vez la clase política se ve obligada a escuchar las demandas ciudadanas y, en un callejón sin salida, avanza en un proceso constituyente incómodo para la elite. El proceso, por supuesto, está lleno de vacíos y riesgos, pero por primera vez se abre la puerta a la discusión amplia sobre el tipo de sociedad que queremos.
Es evidente que aún quedan mecanismos que perfeccionar, pues el acuerdo es impreciso en puntos referentes a paridad de género, representación de pueblos originarios y miembros de las organizaciones sociales, entre otras cosas. Tal vez una de las cuestiones que mejor engloba sus falencias es la siguiente: ¿Qué vínculo existirá entre los cabildos autoconvocados y el órgano constituyente? La pregunta no es banal, pues, en este periodo de manifestaciones y de crisis de representatividad, han sido los cabildos las formas de canalización de las inquietudes de los ciudadanos para la discusión de un nuevo proyecto social. A través de ellos, pobladores, estudiantes, mujeres, y pueblos originarios, se han organizado de forma autónoma, han recabado información y han pensado el país que quieren a partir de sus realidades concretas y diferenciadoras.Es fundamental la participación en el plebiscito de entrada, pues de no hacerlo se puede perder la oportunidad histórica de generar un acuerdo social con base en la ciudadanía.
Si el órgano constituyente marcha de forma separada a los cabildos, entonces se trazará una línea paralela que le quitará legitimidad social a la constitución emanada de él aun cuando exista el plebiscito de entrada y el plebiscito ratificatorio. Esto porque, a pesar de que los representantes serán elegidos por voto popular, el acuerdo para generar una nueva Constitución es percibido como una jugada de los partidos políticos para preservar su posición.
En este sentido, existe una desconfianza válida que se traduce en la discusión por el quórum y el mecanismo de elección de los representantes, sin embargo, estas son cuestiones accesorias a la relación que debe existir entre los cabildos y el órgano constituyente, pues si no hay vínculo con la ciudadanía dará lo mismo si se usa un mecanismo proporcional o de mayoría simple, o si el margen para los acuerdos es 2/3 o 3/5, ya que, de todas formas, la población no percibirá la Constitución como propia.
Por el contrario, si el órgano constituyente se mantiene vinculado a los cabildos, tomando sus propuestas como base de la discusión, la ciudadanía será partícipe del proceso, que es en el fondo lo que se viene reclamando en las manifestaciones. De esta forma, puede ocurrir un fenómeno contrario al habitual y la manifestación social absorber a la institucionalidad para generar un nuevo pacto social.
Todo lo anterior, sin embargo, parte de un presupuesto básico: que la Asamblea Constituyente, independiente del nombre que adopte, pueda desarrollarse. Para ello, es fundamental la participación en el plebiscito de entrada, pues de no hacerlo se puede perder la oportunidad histórica de generar un acuerdo social con base en la ciudadanía. La derecha más extrema ha comprendido esto y ya inició su campaña por mantener el actual texto constitucional mientras sus sectores menos extremos se definieron por la Convención Mixta. En este escenario la denominada “Convención Constitucional” aparece como la opción menos favorecida debido a que falsamente se ha percibido como algo terminado y no como una institución que hay que perfeccionar. Hasta ahora hay un importante avance, destacado por los abogados constitucionalistas, pero pasado por alto por la crítica: la hoja en blanco. A partir de este punto aceptado hoy de mala gana por la derecha, el texto constitucional de 1980 no es punto de partida para la elaboración de un nuevo texto, pero esto solo tiene validez si se aprueba el plebiscito y se abre el camino hacia la democracia.
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