La lengua renacentista europea para decir la “dignidad” humana se da como lengua celebratoria de su excelencia y aprecio superior. Lo humano aparece como “gran milagro”, suceso extraordinario, gran obra, digna de toda admiración, de la valoración más alta. En una lengua más solemne: “mágnum miraculum est homo”.
Leemos esto mientras experimentamos hoy, habitantes de la modernidad tardía, una dificultad para construir y, más aún, celebrar una lengua optimista. El mundo, nos parece, no da para eso. Y no es que seamos necesariamente pesimistas; nos consideramos realistas, razonables, parcos, contenidos, no excedidos en lo que de adjetivos se trata. Es que en el mundo queremos estar de un modo razonable, si es posible mejor en una neutralidad afectiva. Desconfiamos tanto del optimismo como del pesimismo (pero más del primero), advirtiendo los que nos parecen riesgos posibles de un lenguaje en cada posición: la historia nos ha enseñado a sospechar. Nos pone incluso nerviosos escuchar de un mucho maravillarse frente a este dicho milagro de la Naturaleza.
En cambio, el joven italiano Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494) elabora toda una ceremonia de adjetivaciones por las cuales hace coincidir las tradiciones religiosas cristianas, hebreas y árabes, y el hermetismo cuya fuente estaría en el nombre griego (Hermes) para el dios egipcio Tot –a quien se le atribuían conocimientos esotéricos y de alquimia-. Desde todas partes, cree Giovanni, lo humano es la “cosa más digna de admiración”, “ninguna cosa más admirable, “increíble y admirable”, el “gran milagro y animal admirable”, “¿quién no lo admirará?”. Y, no es menor, que su entusiasmo erudito y juvenil tornara en la pesadumbre que lo vio muy pronto fallecer, des/ilusionado después de haber entrado en conflicto con la jerarquía eclesiástica que le ordenó silencio.La lengua renacentista europea para decir la “dignidad” humana se da como lengua celebratoria de su excelencia y aprecio superior. Lo humano aparece como “gran milagro”
Para otros humanistas como J. L. Vives, en 1518, el mundo aparece como un “gran teatro” o “escena mundana”, donde transcurre una fiesta iniciada ya por una espiritualidad universal que se remonta al paganismo de los orígenes antiguos. Este “grandísimo teatro del mundo” ocurre en la Tierra con la participación de todas las criaturas y las cosas, y con los humanos como protagonistas. Así es como en este espacio presidido por el dios Júpiter se representan “tragedias, comedias, sátiras, mimos, atelanas y otras obras”, donde los dioses invitados reconocen no haber visto “cosa más admirable que el hombre”.
En la dignitas hominis se reúnen las imágenes humanas de creatura y de creador, con la razón como facultad capaz de realizar el nexo. Su “naturaleza creada” se actualiza en su “naturaleza creadora”, y el humanismo rehabilita así lo mundano-inmanente construyendo al mismo tiempo unos hilos que lo vinculan con lo divino-trascendente.
La expresión del ser humano como “imagen de Dios” rehabilita la condición corporal junto a su espiritualidad. El cuerpo aparece como parte esencial de la excelencia, en lo absoluto como elemento despreciable. Es “obra maestra” divina. Lo que se dice como “fragilidad” no es signo de inferioridad, sino una disposición para el desarrollo de la facultad racional que ha permitido el dominio sobre los animales.
El cuerpo humano es “criterio” de tal modo que las medidas de los templos deben derivarse de las proporciones del cuerpo. Las proporciones ideales de las formas arquitectónicas del romano Vitruvio, se manifiestan en los muy famosos bocetos de Leonardo. Estas proporciones eran elogiadas como encarnación visual de la armonía. El humano “bien formado”, con los brazos y las piernas extendidas, fue prueba concluyente de la perfección del cuerpo, encajando en las más perfectas figuras del círculo y el cuadrado.
El humanismo legitima el deseo de conocimiento y sería ello incluso la marca más prestigiosa de la nueva cultura del Renacimiento. Por su intermedio se habría liberado la autonomía de la razón frente a la fuerza de los dogmas. Este ingenio humano permite no solamente penetrar las leyes de la Naturaleza sino también las de la divinidad. El entendimiento no abarca solo “todos los secretos del mundo”; su virtud lo lleva también a compartir los secretos de la sabiduría divina –de aquí las reformas religiosas.
Un deseo de conocer liberado deviene ahora el deseo más natural de los humanos. La razón permite a la Naturaleza volver sobre sí misma: “Sólo el hombre puede estar “a distancia” del mundo y penetrarlo al mismo tiempo”. Otro índice de la dignidad se puede encontrar en la capacidad de abstraerse de mundo y entonces poder representárselo. Todo puede devenir elogio de la capacidad de hacerse de las leyes que comandan el universo; afán de entender al que nada parece poder resistirse; y cooperación con Dios en la soberanía del mundo. Ahora uno se vuelve “espiritual” y se alcanza la divinidad, no tanto a través de la oración y la humildad, sino mediante el uso de la razón para descifrarlo y conocerlo todo.
En cada ocasión se trata de una celebración de la “grandeza del alma humana”, de dar gracias por un intelecto y voluntad que semejan lo más divino. Es así como un reconocimiento de una ilimitada capacidad cognoscitiva aparece como fundamento para que empiece a desarrollarse una “concepción histórica progresiva”. Es posible transformar el mundo desde una experiencia de la dignidad. Ella permitiría entonces el nacimiento de un humanismo europeo con pretensiones universales.
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