Punto de inflexión

Hace 3 años en este extremo del mundo empezó a crecer un país imaginario, el Chile que deja atrás una dictadura que ensombreció al mundo, el país del reencuentro de todos sus habitantes que refuerza su democracia con millones de nuevos participantes.

El plebiscito de salida del 4 de septiembre reveló un fenómeno inédito de alto valor: un índice de participación del 86% del padrón electoral que incorporó 5,5 millones de nuevos votantes que habían permanecido ausentes en todas las elecciones anteriores. Se trataba de los primeros pasos para construir una pieza mayor, la nueva Constitución. Era explicable la gran movilización, pero fue más la campaña de terror de la derecha lo que llevó a las urnas a esos enormes contingentes que se negaban a participar en instancias que sentían estériles para su vida y bienestar.

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Intensos años los que estamos viviendo. Al parecer nos acercamos a formas de mayor participación y equilibrio. Vamos aprendiendo, caminando con cautela y confianza en nuestras fuerzas. Es difícil vencer a un pueblo que ha pasado tantas pruebas.

No había en ellos desinterés por la cosa pública, sino escepticismo y desconfianza en el sistema político y la burocracia estatal. Cuando esa campaña brutal los convenció con engaño que su precario patrimonio y su seguridad básica estaban en peligro no vacilaron en manifestar su rechazo a la propuesta de un sistema en el que nunca habían creído y ahora confirmaba su desconfianza.

No obstante, esas grandes masas no se habrían activado si previamente no hubiera emergido con el estallido una gran expectativa y una inmensa promesa de cambios profundos. La desilusión y el desengaño del sistema que representaba la clase política se había ido fraguando en la mente de amplios sectores, en especial de mujeres, juventudes, capas medias y bajas, destruyendo la fe que había crecido en los épicos años del gran NO a Pinochet.

El golpe repentino de conciencia y de vigilia del estallido les hizo ver que era posible un cambio rápido y radical. Renació la esperanza que era posible construir un país mejor, por completo distinto, la contracara del que se había impuesto en las últimas décadas.

La exigencia que nació de inmediato en esos días luminosos fue arrancar de raíz lo que esas masas movilizadas consideraban lo más vivo y repugnante de la dictadura, las instituciones que habían quedado como herencia de esos años de terror: su espuria Constitución y el nefasto modelo neoliberal.

A partir de ese momento una nueva y gran parte del pueblo pasó a formar parte activa del patrimonio de voluntades con que empezaba a reconstruirse el país. Un nuevo y trascendente activo social, un gran avance de la democracia y un factor determinante del futuro habían entrado en acción.

La esencia de lo que emergió en ese momento fue la necesidad de concretar una solución definitiva para evitar un nuevo desengaño. Pasar a una nueva etapa, con denominadores comunes con ese comienzo, pero con actividades por completo distintas.

Ahora se trataba de construir una gran obra colectiva, la del país soñado que terminara con el miedo, el hambre, la frustración y la impotencia, la injusticia, la indignidad de esa mayoría que se atrevía a reclamar lo suyo después de décadas de silencio y disciplina. Un país que podía nacer desde esa tierra abierta y los nuevos ánimos que la habían inspirado.

Ponerse a construir era mantener encendido el fuego de la épica que impregnaba el escenario de un nuevo proyecto país, donde valía la pena luchar y trabajar, donde se podía recuperar la fe en quienes fueran electos para dirigir y representar los intereses de todos. Un Chile que no perdiera otra vez por la codicia y las trampas de su élite las virtudes creativas de ese pueblo que entraba en acción.

Era una tarea difícil. Ahora se trataba de girar la mira y empezar a construir con más templanza y ánimo sereno. Un punto de inflexión en la lucha, una nueva forma de hacer país desde abajo, desde lo crudo, desde el material aún no cocinado en las altas esferas del poder y la política.

Tarea artesanal y difícil para jóvenes desencantados de la política, que habían abierto a la fuerza una puerta a la esperanza y que ahora tenían que emprender la marcha por caminos desconocidos que nunca habían transitado. Abrir camino para construir los nuevos edificios del Estado, la gran ley constituyente, el nuevo orden social, las nuevas relaciones de un sistema complejo, con espacio para todos, que diera frutos, que funcionara, visible y transparente.

Volver a soñar y levantar la Constitución de las grandes alamedas, una promesa generosa anunciada por Salvador Allende medio siglo antes, la última vez que le habló al pueblo chileno el día del golpe que terminó con su gobierno y con su vida. Un anuncio que primero se convirtió en sueño imposible que se desvanecía en los pavores de una dictadura que se hacía eterna y luego sepultada por el desprecio y la basura que le fueron arrojando políticos y sabios que esperaron en vano que nunca renaciera.

Había que reconocer este pueblo que se asomaba de cuerpo entero, acercarse y escuchar su desconfianza y su silencio, hurgar en sus necesidades, evitar que cayeran nuevamente en el sueño adormecedor que los había convertido en sonámbulos ausentes. Construir con ellos el país que reclamaban desde el terreno limpio y fértil que habían preparado; la hoja en blanco que simbolizaba su pureza.  Trabajar con su ánimo recuperado de pueblo aún convaleciente; tejer con esas cuerdas la trama del nuevo país posible, incorporarlos con fuerza y entusiasmo al trabajo nuevo necesario.

Chile despertaba, crecía y seguirá creciendo. La gravitación de estos nuevos contingentes de sectores medios y populares serán determinantes en la medida que sean escuchados. En caso contrario se replegarán nuevamente con mayor decepción. No necesariamente se quedarán en posiciones de rechazo como podría esperarse de sus votos el 4-9. Dependerá de que lo nuevo que se inicie y contenga sus aportes. Será esencial analizar en detalle y recoger lecciones de las recientes derrotas.

El período que culminaba el 4/9 fue una experiencia traumática, de violencia tremenda, distinta y peor que el estallido. Ahora autorizada, legalizada, con permiso para romper y quebrar lo que se hubiera levantado. No dirigida esta vez a dominar la geografía urbana sino el alma de chilenas y chilenos. La reacción conservadora arremetía contra los cambios, sin escrúpulos, sin respeto por la verdad, llena de ira y resentimiento. Era la campaña del Rechazo, financiado para mentir y engañar sin contrapeso; batería implacable que martilló durante meses cada rincón del territorio, cada conciencia para destruir lo avanzado y llegar a un país que pareciera nuevo pero que fuera el mismo. Estrategia gatoparda conocida: cambiar todo para que todo siga igual.

El pueblo no se derrumbó después de la refriega. Tampoco el gobierno. Fue una derrota amarga pero seguimos vivos y luchando, tomando conciencia de lo real que está ocurriendo, los nuevos escenarios, el nuevo rol de los actores, las movidas que se hacen, la fragua de maniobras de quienes cocinan en la sombra, a quién obedece el guion mayor que no aparece.

Intensos años los que estamos viviendo. Al parecer nos acercamos a formas de mayor participación y equilibrio. Vamos aprendiendo, caminando con cautela y confianza en nuestras fuerzas. Es difícil vencer a un pueblo que ha pasado tantas pruebas.