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Fin de mundo

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Sucede que ahora que me está pasando la cuenta el encierro, tengo dolor de espalda, insomnio, mareos, inapetencia un poco de paranoia. Pocas cosas me motivan, el día se me hace eterno, la noche más aún. Miro por la ventana húmeda cada mañana como la gente sale a la calle so pretexto de pasear al perro. Con buzo, con pijama, lo que sea para ver el cielo, sentir el viento en la cara, el frío también es agradable siempre todo lo de afuera.

No tengo nervios de acero, me siento limitada, confundida, me deprimo, recaigo y vuelvo a recaer. Trato de recuperarme, de autoconvencerme, de levantarme con ánimo. Al fin, me estoy volviendo loca. Nunca imaginé un escenario actual por una causa que no fuera guerra, terremoto o crisis ambiental. Fuimos de a poco perdiendo espacios, permisos, libertad, autonomía, autodeterminación. Al fin todo lo que nos convoca cotidianamente.


Es curioso que, como humanidad, no deja de fascinarnos la noción de fin de mundo, de apocalipsis, de destrucción del todo, de volver a lo primitivo, a la sobrevivencia.

Los ánimos andan irritables y no tenemos inspectores, debemos apelar a la autodisciplina en un país sin límites, sin planificación, sin nada que no sea consumo infinito y eso nos tiene más muertos que los mismos muertos, puras privaciones de comercio, de trabajo, de tránsito. Y eso es peor en un país como el nuestro, en que el mercado convirtió la vida en un paraíso de deseos ilimitados, de acceso al crédito fácil y al endeudamiento por todo. El país de lo quieres…lo tienes…

Es justamente lo contrario a una economía planificada y austera, con lo básico para vivir y ser feliz. Las autoridades se superaron, no lograron dar con el poco de humanidad que les quedaba. Prefieren hacer vista gorda a enfrentar esta locura con mentiras, con trampa, con permisos para que las nanas vayan al barrio alto a trabajar para quienes no nacieron para hacer el aseo. Con impunidad para los allanamientos, detenciones El pueblo está sin trabajo, sin esperanza, angustiado, inquieto, sin protección, violentado todos los días.

Dicen que el encierro cansa, aburre y saca lo peor de los instintos humanos de sobrevivencia: matar a otros para sobrevivir (metafóricamente hablando), competir, mentir, engañar, abusar, todo lo que esté a mano para torcer el destino del confinamiento. Es que yo misma no puedo que tengo casa y trabajo: ¿qué puedo pedirle al resto? Pienso en los motines de los presos, quemar colchones, auto infringirse heridas, dejar de alimentarse, privarse del agua. Es la única manera de ser escuchados. De verdad no sé cómo el desastre no es mayor.

El crimen aumenta, los abusos, la locura, los asaltos con violencia…la causa perfecta que la derecha siempre ha deseado: protegernos de un enemigo externo llamado el otro, el pobre, el lumpen, el violento, el inmigrante, el comunista: es el escenario perfecto para ir por ellos, para proteger nuestra raza blanca, nuestra tierra tricolor. Para cerrar los barrios elegantes, para pagar por guardia privada, para tener el ejército de su parte. Es el momento de una campaña electoral que luche contra la “delincuencia”, como si fuera un monstruo abstracto que vive en las poblaciones, al margen de la ciudad, de la civilización, del orden y la patria al fin. Eso de parte de ellos y nosotros muriendo frente a la pantalla de tv, que solo sirve para ofrecernos más terror, más miedo a los otros, a la dicotomía entre buenos y malos.

Nada comparable como la relación, la vista, el tacto, justo aquellos que nos hacen humanos, nos hacen reírnos, hablar, mostrar lo que somos, manifestar nuestra postura, nuestra alegría y malestar. Me tiene mal esto de no ver a mis colegas, no ir a la oficina y no subir a un ascensor cada mañana.

Es curioso que, como humanidad, no deja de fascinarnos la noción de fin de mundo, de apocalipsis, de destrucción del todo, de volver a lo primitivo, a la sobrevivencia. Pareciera agradarnos un poco la idea de comenzar de nuevo, de hacer un nuevo contrato social, perdonarnos en nuestros infinitos errores, partir de cero en una sociedad absolutamente diferente. Un poco cuando una quiere iniciar de nuevo una relación sin daños, ni trastornos mentales. Refundar nuestros propios deseos, partir de nuevo en los infinitos errores, perdonar y ser perdonados, volver a ser madre, volver a criar de cero, volver a amar sin condiciones.

Tengo un libro de Neruda, llamado Fin de Mundo, el libro tiene una edición limitada, es numerado y tengo el 575 de 886 ejemplares que se imprimieron el año 1969. Nunca lo leí hasta ahora y también me ilustré un poco de su contenido en la Revista Iberoamericana de la Universidad de Chile.

Dicen que a Neruda le pesó mucho un período en que se derramó tanta sangre y que no terminaba con 60 años del siglo XX. Así parte diciendo Fin de Mundo: ¿Cuándo caerá, al compacto, al vacío? ¿A la revolución idolatrada? ¿o a la definitiva mentira patriarcal?

Según los entendidos, el libro interpreta la posición nerudiana que reconoce un poco rendido los versos dedicados a Stalin y Mao.

Después de la Segunda Guerra Mundial y en plena Guerra Fría, Neruda homenajea a la Nueva Europa, es decir, a la Unión Soviética y a los países del este europeo en que se estaría construyendo una nueva sociedad.  Más allá, en China de la revolución triunfante: estaba Mao enseñando con sus textos y allí estaba el Partido con su severidad y su ternura y en la antigua Rusia, vino Lenin, cambió la tierra, luego Stalin y cambió el hombre[1] (hoy sería el ser humano). Neruda se comprometía con la causa con los pobres y desposeídos, con los trabajadores y la revolución al fin, de ahí su obra posterior España en el Corazón y la Guerra Civil Española y el apego explícito de una actuación política concreta con los ideales socialistas. Hace mención al Holocausto, a la primera bomba atómica, a la derrota de la República española, a la guerra de Vietnam y se declara sorprendido y en cierto modo resignado a la entrega de Che Guevara por parte de unos campesinos bolivianos en 1968.

No dejo de pensar en el espíritu de reedificación, de inicio perpetuo. Tantos combates políticos, de cuántas polémicas y formas de lucha sustentadas por la toma de decisiones incondicionales en favor de los que creíamos correcto, ético, revolucionario: ¿tomar las armas o cerrar en diálogo? Quizás ha sido la oportunidad de sufrir el encierro y a la vez reflexionar acerca de todo. ¿Han sido justos estos 20 años del siglo XXI? ¿Habrá valido la pena todo esto? Valió la pena tantos años de lucha, de miedo, de entrega a los otros y abandono a sí mismo.

Y ahora figuro pagando cuentas por internet, comprando por Rappi, asistiendo a foros on line y opinando por las redes sociales. ¡¡Qué chucha, en qué terminamos!!, yo no me lo imaginé así, yo no quería esto y aquí estoy muriendo de a poco.

Muchas películas que estoy viendo en segunda vuelta, tratan de lo mismo. Muestran el final definitivo de la humanidad, motivada por nuestros propios errores o por ataques externos. Otras van más allá, y nos presentan la supervivencia de nuestra especie bajo un orden social extinto. En estos días, llegando a la casa, me hecho adicta a este tipo de filmes.

La semana pasada vi la película The Road (2009) basada en la novela de Cormac McCarthy. Un hombre y su hijo viajan hacia la costa, con la esperanza de hallar algo de calor. El padre se aferra a las pocas alegrías que quedan, pero lleva en su bolsillo una pistola con dos balas, en caso de que la esperanza sea perdida. El mundo es gris y frío. No hay animales, y las cosechas han dejado de existir. No se conoce la causa (calentamiento global quizás) y el orden social se ha desmoronado para dar lugar a la existencia nómadas, ladrones, y caníbales.  El final es terrible porque queda la sensación de que los actores principales han sido dos muertos sin que ellos lo sepan: el mundo tal y como lo conocemos es irrecuperable, la mayor parte de la humanidad ha sido extinguida y entre los que quedan la cosa se divide entre semi humanos y salvajes ladrones caníbales. Cuando muere el hombre, éste deja al niño solo frente a un mar de horizonte oculto, no es un desenlace, es una parada más en el camino, esta vez para soportar lo inevitable.

Ayer, otra noche eterna de mal dormir, planifique ver de nuevo la película Melancholía (2011), dirigida por Lars von Trier. La cosa es que la vi entera y luego quedé con absoluto insomnio, no hubo caso con volver a dormir. La película comienza muy lenta con una secuencia que combina a los protagonistas, acompañados de la música de Isolda y Tristán de Richard Wagner, mientras se muestran imágenes del espacio y un choque en la que la Tierra es absorbida por un planeta mucho más grande llamado Melancolía. De pronto se corta esa escena y se centra la película en la desastrosa boda entre Justine y Michael, en donde los padres de la novia mantienen una discusión frente a los invitados poniendo en evidencia las miserias de la desestructurada familia. Entremedio aparecen escenas del matrimonio y del espacio dejando en claro la complejidad de continuar con la ceremonia. El planeta Melancolía, que había estado oculto tras el sol (de manera simbólica), está en camino hacia la tierra.

La idea sobre si Melancolía chocará con nosotros y destruirá nuestro planeta está dividida y es parte del trasfondo de toda la trama. Entre los protagonistas se genera una negación absoluta a aceptar que es posible acabar con la humanidad. El planeta Melancolía, durante toda la cinta, genera escenas de una belleza indescriptible y esta es una de las cosas que más me agradó: la idea de que la tristeza puede, en ciertos momentos y en ciertos lugares, crear una belleza prácticamente inimaginable.

Parte de mi terapia autoimpuesta para sortear estos días, ha sido teletrabajar, escribir un par de columnas, leer y ver películas antiguas, en realidad: volver a verlas con mayor atención. Trato, intento con todas mis ansias concentrarme, pero vuelvo a recaer. Mi casa se nos hizo pequeña, la cotidianidad se nos hizo aburrida, la comida desabrida, los colores tenues. Se avecina el invierno que parece será implacable, al parecer nos espera otro año en la guarida de Ana Frank.

Por eso, en la puerta, espero a los que llegan a este fin de fiesta: a este fin de mundo. Entro con ellos pase lo que pase. Me voy con los que parten y regreso. Mi deber es vivir, morir, vivir

Pablo Neruda

[1]Federico Schopf 2003 El problema de la conversión poética en la obra de Pablo Neruda. Atenea.

TAGS: #Coronavirus #Pandemia #Soledad Confinamiento

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Comentarios

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Eugenio Maffei Reyes

21 de abril

Maravillosa visión de una realidad caótica y cruel y también «Melancólica » y reflexiva.
Merece transformarse en un gran libro !!!!!

Beatriz Buccicardi

22 de abril

Con la fuerza que siempre has demostrado, no dudo que entregarás una puerta abierta en busca de caminos aún desconocidos en tus próximas entregas. Una de ellas es precisamente este escrito, un análisis duro que nos visualiza tu capacidad de entrega. Gracias

Jose Santos Ossa

21 de mayo

Clara, objetiva, poética, entretenida y profunda.
Livianita para ser leída.

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