El exceso de positividad que señala Byung-Chul Han no solo proviene del fin de la guerra fría y el (supuesto) triunfo frente al enemigo, al otro extraño que se le enfrenta. Recordemos ese iluso optimismo que llevó a Fukuyama a proclamar en 1992 “El fin de la historia y el último hombre”.
El exceso de positividad proviene de las entrañas del propio capitalismo. Es una condición de su propia sobrevivencia: anestesiarse. Señalé en 2017, en “Riesgos Existenciales. Buscando la salida”, que el capitalismo se había puesto fuera de todo riesgo, económico y político, llegando incluso a la eliminación o neutralización de sus propias células críticas en un proceso autoinmune. La gran burguesía nacional de la época imperialista había aprendido la lección en la lucha de clases y de sistemas políticos contra la URSS, durante medio siglo. El socialismo derrotado le sirvió de vacuna para fortalecer su sistema defensivo, en la lucha de clases y en todo orden de cosas, aprendiendo a manejar y controlar toda forma de oposición, rebeldía o insurgencia con una diversidad de métodos, pacíficos y violentos, en dictaduras o democracias; dominación dura, directa, violenta o conquistando amplias hegemonías.Lo particular de nuestra situación es que ya no solo se trata de derrota de clases, de fracasos políticos (…) está en riesgo la sobrevivencia de la especie humana y la propia existencia de la tierra como planeta vivo
Entre sus métodos de dominación y sobrevivencia al capitalismo se le hizo posible uno día a día más socorrido: la complicidad y el adormecimiento de los dominados en una sociedad de masas mediante el hartazgo material que fue conquistando al despejar y liberar extensísimos mercados por sus triunfos políticos, espacios que llegó a cultivar y cosechar para su expansión económica y privilegiado dominio.
El capitalismo olvidó y ocultó su propia fragilidad; la muerte que lo amenazaba y que no se alejaría jamás, como ocurre con cualquier ser vivo que lucha por existir, sobrevivir y expandir su poderío.
Las cosas han llegado al punto actual. Por distintos lados hay estallidos de distintos tipos, pero ninguno tan fuerte, masivo y global como la pandemia del coronavirus. Golpe de muerte, de negatividad, de vulneración de todas las defensas, de fragilización de todas las seguridades construidas por la cultura, la ciencia y la tecnología, en todo el mundo, en oriente y occidente. Golpe imprevisto, derrota total para una humanidad que, al menos en occidente, soñaba estar cerca de la divinidad, en medio de un capitalismo invulnerable, eterno, incombustible.
Entretanto, a la gran burguesía capitalista se le vino encima el “problema” de China, por su masividad, enorme tamaño geográfico y de población, su gran capacidad y poderío, la velocidad de su desarrollo desde hace 40 años, que no se detiene. Y un dato esencial y no menor: China es un país comunista. La “derrota” del comunismo no era tal. Era sólo local. En 1949, en las postrimerías de la Guerra Civil China, el líder del Partido Comunista de China, Mao Tse-Tung, proclama la República Popular China.
El liderazgo de occidente recién toma en serio esta competencia y no sabe cómo encararla. Hay muchas disputas internas porque hay muchos caminos. Pero en términos de la seguridad que gozaron estas naciones desde el fin de la guerra fría, su ablandamiento, su adormecimiento, la anestesia generalizada, propia y necesaria para su dominio interno y su estabilidad, se va debilitando y carcomiendo. Estamos en otra etapa. El exceso de positividad, que se fue acumulando y terminó por anestesiar muchos de sus sistemas clave de alerta, se va terminando.
La lucha contra la pandemia es un problema definido y acotado que será superado por medidas de política, diversa por países, pero el problema de fondo para occidente es mucho más profundo. No sólo por la competencia de sistemas con China, sino por la estrategia de desarrollo y competencia capitalista de los últimos tiempos. Se resume en dos componentes básicos: ciencia y tecnología, y cómo esto ocurre en una globalidad en que se disputa la hegemonía por todos los medios, el sistema genera riesgos profundos, existenciales, que más allá de la salud que vendrá después de la pandemia y que no sabemos cuánto durará. No serán resueltos porque la humanidad aún no está preparada para ello. No tiene la conciencia, la voluntad ni el conocimiento suficiente para controlarlos. Son un mal necesario, “menor” para algunos, de su estrategia de desarrollo.
En las amenazas, los desafíos y los riesgos existenciales asoman los males del mundo, la necesaria negatividad. Se hace presente la muerte, contra la que se levantó la vida y contra la que en todo instante debe luchar.
Lo particular de nuestra situación es que ya no solo se trata de derrota de clases, de fracasos políticos. No sólo de la quiebra de países o de la muerte de uno u otro sistema. Ya está en riesgo la sobrevivencia de la especie humana y la propia existencia de la tierra como planeta vivo.
Este es el estado del arte al nivel que vivimos. La humanidad puede verla o no verla. Aceptar y encarar su presencia, su dura realidad y con ello su permanencia, o, anestesiada, tratar de olvidarla. Es lo que hemos hecho hasta ahora. Por este camino, los riesgos siguen creciendo y multiplicando. ¿Qué hacer? La pandemia nos está obligando a reflexionar, pero es poco probable que lleguemos a tomar las decisiones que debemos. No parecen estar maduros los tiempos para ello todavía.
Tenemos sin embargo una gran ventaja. No tenemos las credulidades de tiempos remotos. Ya sabemos que depende de nosotros, de nuestras herramientas, de nuestros conocimientos, de nuestra inteligencia. No es poco. Bien mirado, bien analizado, es una condición que puede hacer cambiar todo en poco tiempo. Pero hay que pensar, construir una crítica dura y profunda.
Comentarios