Nunca supe su origen. Ni me interesó. Solo sabía que con esa palabra que le da título a esta columna, se identificaba en mi Iquique de infancia a todo aquel con rasgos altiplánicos. De piel morena y ojos rasgados. De ascendencia indígena. Podía ser peruano, boliviano o chileno del interior. Daba igual, paitoco era la forma despectiva de referirnos, como pequeños tiranos, a quienes no eran iguales a nosotros.
En aquellos años, recorridos durante gran parte de la década de los 80, el bullying no era tema. El acoso en mala solo destacaba cuando la brutalidad desbordaba. Tanta, que incluso en esos tiempos tan poco sutiles escandalizaba.Gracias a muchos hombres y mujeres he aprendido que sentirme superior a otros no es un estado que me agrade habitar. Y bajo esa premisa intento transmitir lo contrario. Es mi intento, a destiempo, de revertir el daño causado. Al resto pero también a mi propio derrotero vital.
Paisano, como en Santiago se llama a los inmigrantes árabes y en el sur se reconocen los coterráneos, era otro apelativo utilizado para referirse a peruanos y bolivianos. Inmerso en un entorno –familiar, escolar, poblacional- en que tal vocablo era aceptado, no lo cuestioné hasta muy entrado los años.
Hoy lo he recordado. No puedo sentir vergüenza por haber utilizado la palabra en tantas ocasiones, en tantas circunstancias. Recién encumbrado sobre los dos dígitos de edad, poco podía discernir sobre lo que se me enseñaba.
Hoy siento cierta inquietud.
Inquietud por no haber accedido a una formación más inclusiva. No responsabilizo a mi entorno, gran parte de él también fue arcilla moldeable por el prejuicio y la discriminación.
Tristeza porque ese es el país en el que muchos de nosotros, no todos pero sí demasiados, fuimos criados y nos hemos cultivado durante años de escarnio a la diferencia. Escarnio lleno, muchas veces, de desprecio por el otro, como si pisoteando al distinto nos pudiéramos elevar por sobre los demás.
Pesar por todo aquel conocimiento y experiencias que me obligué a no asimilar. Todo el aprendizaje que solo el contacto con muchos y muchas, distintos y distintas, nos puede dejar. Forzado a no deslumbrarme con la maravilla de la diversidad.
Hoy, cada cierto tiempo, me atrapo con atisbos de clasismo y racismo. Sutiles, por cierto, pero mecanismos de reproducción social que no me interesa preservar. Por su carga discriminatoria pero también por el daño que pueden llegar a generar.
Por profesión he aprendido el poder de las palabras. De las expresiones que van instalando realidades. Desde hace mucho que paitoco es una voz desterrada de mi maleta conceptual. Hace poco agregué “matar dos pájaros de un tiro”, “vale hongo” o “vale callampa” y “chacrear”, en el sentido peyorativo a algo que pierde su sentido original. La vida no merece que a la destrucción física agreguemos la literal.
Hoy no vivo en el norte. Hace años que dejé las pampas calicheras para asentarme en las de la Patagonia. En estas tierras paitoco no existe. Son otras las palabras que se usan para dejar en claro la superioridad de unos por sobre los otros. Pero la idea de exclusión sigue ahí.
Hoy no soy un niño. Gracias a muchos hombres y mujeres he aprendido que sentirme superior a otros no es un estado que me agrade habitar. Y bajo esa premisa intento transmitir lo contrario. Es mi intento, a destiempo, de revertir el daño causado. Al resto pero también a mi propio derrotero vital.
Este artículo es parte de esa deuda que espero algún día saldar.
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