Los resultados obtenidos por el Frente Amplio (FA) en las primarias del 2 de julio son elocuentes en mostrar que dicho conglomerado más que una fuerza social y fenómeno electoral, hasta ahora, es más un ensamblaje mediático circunscrito a un segmento marcadamente generacional y sin enraizamiento en la diversidad demográfica y social de Chile. Dato que debería abrir una ventana a la realidad de sus dirigentes y asumir que los 327.613 votos obtenidos en las primarias -en un padrón electoral de 13.552.882 potenciales votantes- no son una base creíble para plantearse en solitario como alternativa a la derecha, pues su fortaleza de movilización electoral y territorial ha quedado en entredicho. Recibe un voto de “nicho” con un sesgado perfil etario, pero todavía no conecta con los sectores sociales populares y de estratos medios que conforman la mayoría del país. [texto_destacado]
La habilidad del FA es que ha sabido interpretar el hartazgo generalizado hacia los partidos tradicionales y absorber desde el «anti-establishment” una suerte de indignación transversal, dando la impresión de que encabezan un “movimiento” nuevo. En su corto recorrido se ha caracterizado más por su juego mediático y agitprop por encima de todo, sin preocuparse demasiado del debate, la reflexión y a la búsqueda de un programa con propuestas que cuadren con una narrativa viable técnica y políticamente de ejecutar.
Las definiciones han estado más centradas en reivindicaciones sectoriales como la educación gratuita, descentralización, no + AFP y mayor participación ciudadana en las definiciones públicas que en los contenidos de ese eventual nuevo sistema económico y político. En política no solo sirve proclamarse en contraparte del neoliberalismo para adquirir la condición de alternativa política y social con posibilidades reales de imponer un ideario de valores distinto, sino que es fundamental que los contenidos de las propuestas tengan la hegemonía cultural en la sociedad para concretarlas. Para tal efecto es necesario que este conglomerado transite de la emocionalidad a un pensamiento articulador e integrador.
El postularse como alternativa exige no solo tener el respaldo en algunos movimientos sociales que se movilizan por sus reivindicaciones, sino también tener presencia decisoria en órganos de poder institucional, lo que implica obtener respaldos electorales significativos en las elecciones presidenciales, parlamento, gobiernos regionales y municipales. Ello se logra configurando mayorías sólidas y no mayorías imaginarias de cambio basadas en las redes sociales o en grupos generacionales jóvenes que sobredimensionan su poder de convocatoria. No entenderlo es construir una escultura de humo y conlleva siempre frustración social.
Su estrategia, hasta ahora, ha tenido como principal objetivo político derrotar a la izquierda “tradicional” y omitirse de centrarse en el adversario principal –la derecha- lo cual ha significado en confrontarse belicosamente exclusivamente con potenciales aliados con quienes deberían actuar de consuno en la tarea de efectuar transformaciones profundas en la sociedad chilena. Al no afinar bien el blanco, y sin la voluntad de aunar -sumando diversas sensibilidades- puede conducirlos a ser un mero recipiendario de los honores de los selectos grupos partidarios de la retroexcavadora conservadora y neoliberal. En vez de actuar como un catalizador del progresismo, optan por un rol centrifugador.
En el FA no se quieren dar cuenta de que la centroizquierda política y sociológica existe y de que no será tan fácil despejarla de la ecuación. Obnubilados en su egocentrismo tienden a ser absolutistas y reacios a compromisos o acuerdos, por tanto, priorizan la construcción de un referente político identitario excluyente en vez de aportar en el horizonte al surgimiento de una alternativa mayoritaria diversa y efectiva de cambio, pero su autoestima inflada les impide darse cuenta de que la ficción política no cambia la tozuda realidad. Y de paso, pecan de excesiva confianza en sí mismos y reducen la facticidad social y política al entorno en que se suelen mover, como si dicho entorno fuera un microcosmos a través del cual se puede entender la sociedad chilena, dando por sentado que van a ser los líderes del cambio por encima del cadáver de la centroizquierda.
Solo la ceguera o el sectarismo más enconado pueden negar que cualquier cambio político en Chile tiene que contar con el aporte cualitativo del centro y la izquierda. Ambos, entonces, tienen que aceptar la evidencia que el uno y el otro deben ser considerados en un proceso de cambio, lo que implica construir un relato político conjunto para cambiar el actual modelo rentista y corregir actitudes partidistas con visos de sectarismo.
Sin esa mayoría expresada institucionalmente no hay política de cambios, solo balas de fogueo que no matan el ancien régime y solamente dejan ciudadanos desafectados y deseos insatisfechos de cambio. Por tanto, no es suficiente plantearse como indignado ante una realidad que condena a la precariedad a la mayoría de la población, sino sobre el cómo se lograrían las propuestas para cambiar ese orden socio político injusto.
En vez de establecer alianzas de mayoría social y política con la heterogeneidad de partidos progresistas existentes -heterogeneidad presente incluso en su propio conglomerado- el FA estigmatiza y busca la confrontación con la centroizquierda; en vez de unir está dividiendo; antes que explorar recorridos similares, buscan tránsitos hacia destinos contrarios; en vez de establecer fronteras con la derecha, cierran toda posibilidad de acuerdo con otras fuerzas del progresismo -sector al que apuntan todos sus dardos y pugnacidad- buscando peleas donde no corresponde, reduciendo de esta manera las bases de sustentación de un proyecto de transformaciones estructurales.
Ignorar esa pluralidad y complejidad sólo puede direccionarlos a estrellarse tumultuosamente con ella, cuyo sacudón afectará no solo a la izquierda en sus diversos matices, sino también a las mayorías sociales de este país, dándole un milagroso balón de oxígeno a la derecha.
Corresponde, por tanto, apostar por una nueva fase en la que se imponga la colaboración y la pluralidad, renunciando a protagonismos absolutos y excluyentes. Manejar las discrepancias forma parte también del aprendizaje para gestionar la diversidad requerida para la gobernanza de cualquier gobierno transformador. Es básico, entonces, entender que el diálogo no solo es posible sino imprescindible. No hacerlo es correr tras un espejismo.
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