La política es poco tolerante a las lamentaciones o a las derrotas, ésta es una de las razones por las que aquellos que se dedican a esta actividad asumen una actitud defensiva frente a las encuestas que les resultan desfavorables. Sin embargo, se ha estado haciendo una costumbre transversal adoptar una postura de resignación al constatar que la ciudadanía rechaza a todos en forma más o menos pareja. Entre las frases más recurridas por las autoridades en este último tiempo, mi favorita es que la sociedad “está más empoderada”, una cosa que admite toda clase de interpretaciones pero que todos evitan ahondar. Es más, generalmente se asocia a la idea de que este “es un fenómeno que está ocurriendo en todo el mundo”. Como si las protestas de los estudiantes en Santiago o la movilización por HidroAysén fuesen análogas a las multitudes que sacaron al gobierno en Egipto o los que acampaban en las plazas españolas.
Como los políticos suelen hablar en clave cuando las cosas incomodan hagamos un ejercicio de interpretación que aclare la elevada visión que nos entregan. Uno podría decir que si hay más empoderamiento en la sociedad, en su defecto, debe haber menos interés en delegar poder; es decir, el ciudadano que sale a la calle busca hacer valer su opinión en forma directa y no a través de un señor o señora que representa a su comuna, región o es parte del gobierno. Si somos precisos, habría que decir entonces que lo que hay es una crisis de representación, un asunto que es más viejo que el hilo negro. Pero el lenguaje, especialmente en política, enmascara las cosas, porque hablar de “empoderamiento ciudadano” tiene una connotación positiva, como que los chilenos de pronto estamos más preocupados del país. En contraste, asumir el problema de representación implica que el mundo político debiera tomar en serio la forma como se seleccionan sus dirigentes y cómo funciona el sistema con sus privilegios y derechos adquiridos.
Mi primera conclusión es que las innumerables manifestaciones que hemos visto han provocado más perplejidad en las esferas políticas que una adecuada lectura. De hecho, en una extensa entrevista el Presidente Piñera intenta bosquejar que “hay dos divorcios en la sociedad”, aunque termina explicitando solo uno que se resume en que “el país está bien, pero la política está mal”. Lo importante para Piñera es destacar que hay crecimiento, más empleo y la producción aumenta; vamos bien y mañana mejor, parece ser la consigna. Frente a la política, el gobernante insiste en que propiciará el diálogo con su propia coalición (que falta le hace) y con la Concertación, pero no establece en que se está fallando. Es más, al hablar de las protestas lo asume como un cambio de mentalidad que también tiene su lado negativo, de ahí que advierta sobre el riesgo de polarización que ilustra con el incidente que afectó al ministro Lavín, la huelga de hambre mapuche o las agresiones a carabineros. En buenas cuentas el mandatario nos da un balance casi sociológico y ninguna pista por dónde piensa solucionar los problemas planteados por la gente.
La posición de Piñera frente al rol del gobierno por el deteriorado clima político y de agitación social llega a ser indolente. La profundidad que alcanza la crisis de representación en estos quince meses de gobierno es una alerta seria, que debiera hacer reflexionar sobre una posible crisis de gobernabilidad. La cuestión es simple: si la ciudadanía percibe que no hay intermediación útil con el gobierno porque éste se cierra al diálogo, sólo quedan los mecanismos clásicos de presión. Una de las cosas que Piñera no hizo fue validar a la Concertación como interlocutor válido desde los inicios del gobierno. El mandatario destinó grandes e infructosos esfuerzos a erosionar a la Democracia Cristiana y, con ello, neutralizar a la oposición o provocar su desfonde, en consecuencia no puede sostener que hubiese tenido una actitud constructiva. La escasa visión con la que se ha ejercido el poder trasciende la relación gobierno y oposición, ya que La Moneda recién ahora descubre que el Ministro del Interior debiera ejercer también como Jefe de Gabinete.
La tesis de la derecha de reivindicar en la prensa la gran obra de este gobierno (un concepto que así planteado parece un llamado nostálgico a la política de los años ochenta) desconoce las verdaderas expectativas del país y supone que los chilenos hemos sido algo "duro de oídos". A estas alturas no puedo evitar recordar a un amigo argentino que una vez decía “vamos progresando a pesar del gobierno y de los políticos”. Al poco tiempo, la anomia de poder derivada del magro desempeño del Presidente Fernando De la Rúa, provocó una sucesión de mandatarios que duraban con suerte unas semanas. La clase política argentina, que había coexistido por años con la molestia de la ciudadanía, no supo percibir el momento en que la apatía o la indiferencia daba lugar a un rechazo activo o a un permanente estado de conflicto.
El gobierno de Piñera pareciera seguir un guión de tragedia griega, donde todo es cuesta arriba o cuesta abajo, pero es incapaz de alcanzar un punto de equilibrio. No puede ser de otra forma cuando la distancia con el “país real”, que tanto gusta invocar a nuestros políticos, es cada vez más profunda. Esto se ve claramente en lo expresado por el propio Presidente: “Discutimos sobre el AVC (Acuerdo de Vida en Común), de cómo compatibilizar energía con medioambiente, de posnatal. Ya no se discute sobre desempleo, mala calidad de la educación o de la salud. Cuando uno resuelve un problema, deja espacio para que surjan otros nuevos”. La frase no está sacada de contexto, es patéticamente cierta. Al parecer las vacaciones en Europa han hecho que el mandatario tal vez se confunda y siga pensando más en lo que pasa en Francia o en Italia que en la situación local.
———————————————
Foto: Jonny Jelinek / Licencia CC
Comentarios