El apogeo del poder hegemónico de Estados Unidos se habría alcanzado en 1945, al término de la Segunda Guerra Mundial. Entonces, todo competidor estaba destruido, mientras Estados Unidos poseía una base productiva y militar intacta y superior, y podía imponer sus reglas en el planeta.
La cuestión central para el futuro es cómo y quiénes ejercerán un rol gravitante para la gobernabilidad global. ¿Prevalecerá una lógica de colaboración, acuerdos y alianzas o se impondrá un aislacionismo con intervención militar y presión económica? Este es el dilema actual de la élite que gobierna a Estados Unidos.
A partir de ese momento culminante, la capacidad de imponerse se ha aminorado progresivamente. La crisis social y política en EE.UU. de fines de los 60, la derrota en Vietnam y el conflicto con la OPEP a comienzos de los 70 fueron momentos de inflexión. El término de la Unión Soviética presentó una oportunidad para reponer primacía. A comienzos del siglo XXI, Estados Unidos intentó imponerse militarmente, invadiendo Irak y Afganistán, sin éxito. Luego sobrevino la crisis financiera de 2008, que puso en cuestión la fortaleza de su sistema económico-financiero. El contundente surgimiento de China aceleró los cambios planetarios de poder. Hoy, con Trump, se abre una etapa de incertidumbre.
¿Qué podría ocurrir a futuro? Mi hipótesis es que Estados Unidos continuará siendo la potencia de mayor influencia en los próximos 20 años. Aunque poseerá una capacidad cada vez más restringida para imponer su voluntad. Su participación será insustituible para resolver los problemas y conflictos principales del mundo. Sin embargo, un intento de ejercer su primacía sobre la base de un poder que ya no existe o abandonar una responsabilidad global generaría ingobernabilidad del sistema, con perjuicio para todos. Ello apuraría la declinación hegemónica de EE.UU.
Podemos distinguir cuatro dimensiones del poder hegemónico: la preeminencia militar, la capacidad económica tecnológica (tamaño e innovación), la influencia cultural (estilo de vida, arte, música, cine, redes) y el atractivo de los valores que se proclaman (para Estados Unidos, la democracia liberal y la economía de mercado). La hegemonía es más potente cuando convergen estos cuatro factores.
El predominio que ejerza EE.UU. dependerá de su fuerza relativa y también de la voluntad política de otras naciones de llenar el vacío que deje su declinación. China no parece que intentará sustituirlo, al menos en esta fase, aunque puede acrecentar su influencia defendiendo la apertura económica global, la paz y el medio ambiente. Tampoco se vislumbra un empoderamiento mayor de las instituciones internacionales.
La cuestión central para el futuro es cómo y quiénes ejercerán un rol gravitante para la gobernabilidad global. ¿Prevalecerá una lógica de colaboración, acuerdos y alianzas o se impondrá un aislacionismo con intervención militar y presión económica? Este es el dilema actual de la élite que gobierna a Estados Unidos. La menor capacidad económica de EE.UU., limitada por su enorme deuda; la disminución de su peso relativo en la economía mundial; la menor eficacia de su poder militar para ocupar territorio y el menguado prestigio internacional, irán constriñendo la influencia norteamericana.
Muchos países se protegerán de la incertidumbre diversificándose económicamente, invirtiendo en tecnología, afirmándose militarmente y buscando nuevos acuerdos. La velocidad de este proceso dependerá de la primacía económica tecnológica y de la conformación de nuevas alianzas por parte de EE.UU. También dependerá de la evolución económica y política de China, Rusia y Europa. La llamada cuarta revolución industrial incidirá de manera determinante en la evolución de los próximos años.
La cuestión central será la gobernabilidad del planeta, cuando el poder está más disperso y en manos de potencias medianas. ¿Será un mundo más riesgoso o más “resiliente”? ¿Habrá mayor o menor capacidad de abordar los enormes problemas globales?
Ante esta incertidumbre, los países latinoamericanos debemos participar más activamente. En primer lugar, hemos de priorizar la integración latinoamericana, estructurando una economía regional interconectada, una acción política de bloque y una voz única a nivel mundial, como zona democrática y de paz. Deberíamos acrecentar nuestra autonomía, intensificando políticas tecnológicas y educativas, desplegando mayores vínculos con el Asia Pacífico y una relación más estrecha con la Unión Europea.
América Latina puede y debe contribuir a la gobernabilidad global, por limitada que parezca su contribución.
Comentarios
22 de marzo
Saludos: La supremacía estadounidense se explica con tres elementos: Geográfico, un país inmenso y rebosante en recursos naturales; económico, en la medida que su moneda es la de cambio internacional, y en consecuencia y dentro de ciertos límites, puede darse el lujo de tener una balanza comercial deficitaria por décadas; y cultural, donde se proclama el país de la libertad, tanto política como económicamente. Este último elemento está intrínsecamente ligado con su historia, su identidad y su orgullo nacionales. Son estos tres factores la causa de su predominio, y por lo tanto, pese a los altibajos ocasionales, seguirá siendo el líder mundial incluso por siglos. China, en contraste, podrá ser más grande, pero la cultura de la libertad le es ajena, heteróclita. El Reino Unido, cuna de la filosofía de las libertades económicas, es en cambio de recursos naturales limitados, de dimensiones modestas. Rusia, inmensa, no comparte la cultura y los valores asociados al emprendimiento económico. Así las cosas, no hay otra nación en la que se reúnan estos tres atributos con la misma fuerza y fortuna que en los Estados Unidos. La supremacía militar no es causa de la económica, sino al revés. Donald Trump no es una señal de deterioro en el largo plazo, es una señal de incomodidad, de reflexión, de acomodamiento, y también de miedo y de retrotraimiento respecto del atentado contra las torres gemelas. Trump es una onda en el agua al rato de caída la piedra, no una marca de tendencia.
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