La China imperial desarrolló temprano, muchos siglos antes que Occidente, un complejo sistema de funcionarios públicos muy bien preparados para administrar el Estado. En su momento de más fino desarrollo, se tomaban exámenes públicos donde cualquiera podía participar, y se seleccionaba a los nuevos reclutas del sistema con prueba de matemáticas, de lectura de los clásicos e incluso de poesía. Los europeos cuando finalmente los conocieron, los llamaron mandarines. Hoy los llamaríamos “tecnócratas”.
Los mandarines eran hordas. Cientos de miles de “profesionales” articulando cada engranaje del imperio, desde los grandes ministerios a los cantones locales. Publicaban manuales y enciclopedias, organizaban obras públicas, gestionaban la logística para suplir a las tropas en guerra, definían impuestos o sus excepciones, reformaban las leyes. Y cultivaban constantemente su conocimiento. Por cierto, su mejor nivel de ingreso y educación les permitía preparar a sus hijos para que un día pudiesen entrar a la burocracia también.
Los mandarines eran confucionistas, una ideología que aparte de promover los típicos preceptos morales que a todos los humanos nos gustan, predicaba la mantención del orden social idealizando el trabajo, la disciplina y el respeto a las estructuras: El rey tenía que ser buen rey, el campesino buen campesino, el soldado un buen soldado. Los mandarines en esa escala social, como es de sospechar, están muy arriba, como eruditos que ayudan al progreso y la paz social.
Los mandarines estaban jerárquicamente ordenados y, básicamente, las posibilidades de escalar tenían que ver con hacer buenas relaciones con el superior. El clientelismo en consecuencia era rampante. En las más altos cargos, los puestos dependían directamente de la confianza del emperador, pero también de su círculo íntimo de familiares y sirvientes (los temidos eunucos). En el mundo mandarín todo era redes de contactos, de confianzas, de colaboración. No había violencia física entre los mandarines, pero aquel ambiente estaba plagado de maquiavélicos personajes que se buscaban ascensos fregándose a un colega.
Los mandarines, por cierto, no eran nada de democráticos. Decidían lo que había que hacer basados en su “superior” comprensión del mundo, en base a sus estudios morales, astronómicos, matemáticos. No consideraban preguntarle a ningún campesino qué es lo que de verdad querían; ellos “ya lo sabían”.
Muchos mandarines tenían un lado más mundano. Complementaban sus salarios estatales invirtiendo en iniciativas privadas: expediciones comerciales, talleres de manufactura, arriendo de propiedades, o financiando préstamos. Pese a que la filosofía confuciana es hostil a los comerciantes, y los mandarines se esforzaron por mantener a los comerciantes sin poder político, la relación entre los dos grupos siempre fue cercana, pero oculta o disfrazada para guardar las apariencias. Y en no pocas ocasiones, la cosa fue simplemente corrupta.
Los mandarines estaban jerárquicamente ordenados y, básicamente, las posibilidades de escalar tenían que ver con hacer buenas relaciones con el superior. El clientelismo en consecuencia era rampante
Cualquier similitud con el Chile del siglo 21 es pura casualidad…. ¿cierto? Hay un lote de personas en el Estado chileno con muchos estudios muy sofisticados, que sin nunca preguntarle a los ciudadanos qué quieren, nos dan clases de por qué hay que hacer esto o lo otro, y basan todo su actuar en sofisticadas ciencias que solo ellos y sus colegas comprenden. Entran al Estado por concursos públicos en los que en teoría todos pueden participar y tienen las mismas oportunidades; pero el amiguismo y clientelismo son clave en realidad para entrar y sobrevivir adentro. Sus conocimientos y capacidad para hablar de corrido les otorgan prestigio y gran respeto por parte del populacho, pero especialmente frente a los empresarios, con quienes tienen una inevitable competencia… que muchas veces se convierte en pololeo. Buena parte de los funcionarios y tecnócratas modernos son además empresarios, grandes o pequeños, complementando sus sueldos fiscales con diversas actividades comerciales. Algunas sencillas como tener y arrendar un par de departamentos; otros con algo más de sofisticación tal vez invirtiendo en acciones; otros con alguna consultora que le vende servicio… al mismo Estado. Alguna parte de ellos, difícil de determinar, son sin duda corruptos, usando su poder en el Estado -por ejemplo su control absoluto sobre los Planos Reguladores- para favorecer a amigos y familiares, o a sus propios negocios. Todos, por otra parte, se preocupan de que sus hijos tengan la misma preparación educacional que tuvieron ellos -o mejor si se puede-, que es el pasaporte garantizado para entrar también al mismo sistema que ya ha demostrado su rentabilidad social y financiera.
El gobierno de Ricardo Lagos fue probablemente el ápice chileno del gobierno mandarín. Abundaban los tecnócratas y autoridades con múltiples pi-eich-dis educados en las mejores universidades del mundo. Abundaba la arrogancia y prepotencia de no preguntarle nada a nadie, convencidos de que su conocimiento superior -sus ecuaciones y palabras que solo se podían decir en inglés- le daría prosperidad al país. Todos esos mandarines modernos tenían sus propios negocitos por un lado, y sin duda varios se corrompieron como nos mostró más famosamente el caso MOP-GATE.
Desde entonces el mandarinismo continúa, si bien en una versión más rasca. En los gobiernos de Bachelet los tecnócratas eran menos iluminados y más corruptos. Y en el primer gobierno de Piñera hubo más bien una carencia crónica de funcionarios, que preferían seguir full-time con sus negocios personales. Jamás, en todo caso, se ha cuestionado el mandarinismo. No importa qué tan a la izquierda o derecha estés en Chile, todos creen que la forma en que el Estado debe organizarse es así. Solamente la corrupción se identifica como un problema del sistema, y los mandarines debaten entre sí cómo atajarla sin golpear las demás características del sistema mandarín, especialmente su libertad para tener negocitos paralelos…
¿Cómo se administra correctamente un Estado moderno? Diga usted. Pero si me pregunta a mí, no creo sensato hacerlo igual que un sistema que surgió en China hace más de 20 siglos.
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