Poco a poco los países que integran Europa han decidido desplazarse a la derecha. Los partidos de derecha tienen un mayor peso en sus parlamentos, e incluso han llegado al control del Ejecutivo (como lo es en España desde noviembre del 2010 con el triunfo del Partido Popular de Mariano Rajoy) y lo ha sido en la Francia de Sarkozy. Las crisis sucesivas del modelo neoliberal, en lugar de crear un acuerdo mundial sobre lo nocivo de este sistema basado en la sobreoferta de bienes, la desregulación financiera y la mutilación del Estado, le han terminado dando la razón, y legitimándolo en la esfera pública de cada país.
Estos grupos pro libre mercado han salido a defender este modelo argumentando la vieja excusa de los friedmanianos: el problema es el Estado. Esta visión ultraliberal argumenta que el rol que cumple el Estado es esencialmente distorsionador respecto de la natural autorregulación que poseen las fuerzas de la oferta y la demanda, fuerzas guiadas por una mano invisible hacia un equilibrio en el sistema de precios. Por tanto, cuando el Estado actúa, crea los males que desea combatir. Un Estado mínimo y subsidiario (con funciones mínimas basadas en la regulación pero no en la intervención), que permita que los privados puedan cooperar entre sí libremente, es el nirvana de los amantes del sistema de libre mercado.
Pero la evidencia empírica nos dice lo contrario. Cuando el Estado desregulariza para permitir la intervención de los privados en funciones que otrora le correspondían a este, ha aumentado la desigualdad, bajado el crecimiento, aumentado la marginalidad y se deslegitima la política como la fundamental herramienta de la creación de los acuerdos que rigen a la sociedad (ya que lo remplaza el mercado)
Pero, ¿es esta fe en el mercado sólo una utopía? Los analistas miran a Chile cuando buscan dar un ejemplo de cómo funciona una economía de libre mercado “saludable” y “responsable”. Pero sería de una miopía vergonzosa considerar a Chile como una experiencia exportable a otros países, ya que el libre mercado a destajo como el nuestro fue implementado en base a “terapias de shock” (es decir, una circunstancia en la cual la ciudadanía, a través del uso de la violencia excesiva, el control y la supresión de sus derechos fundamentales, es obligada a vivir bajo un sistema sobre el que no pueden incidir). Por tanto, el libre mercado chileno no es exportable, ya que no nació en base a un gran acuerdo nacional, no fue un proyecto socialmente construido para el desarrollo de nuestra nación, a diferencia de los Estados de bienestar europeos.
Las sucesivas crisis del capitalismo en su fase neoliberal han puesto en entredicho la existencia del Estado de bienestar. Los costos de este sistema, que eran solo asumidos por los países de la periferia, ahora son asumidos por aquellos Estados que los crearon a costa de ellos, debiendo vivir un paulatino proceso de desmantelación del Estado tal como sucedió en los países de la periferia capitalista. De esta forma, el capitalismo ya no es capaz de externalizar los costos de su existencia a los países subdesarrollados, y deben estos de ahora en adelante aprender a vivir con las precariedades de un Estado reducido y futuramente ausente.
Pero no todos los Estados de bienestar están en crisis. El Estado de bienestar mediterráneo (debido a su ubicación geográfica), conformado por aquellos países con grandes contingentes de población, grandes industrias y extensos territorios, a diferencia de los Estados de bienestar escandinavos, de territorio y población reducidas, basadas esencialmente en la generación de valor a través de la innovación. Ambos comparten que la existencia del Estado de bienestar es producto de un acuerdo social en el cual los males del capitalismo debían ser menguados con un Estado interventor y protagónico, pero los Estados de bienestar mediterráneos han tenido una historia más bien turbulenta en relación a sus pares nórdicos (una Alemania que vivió dos guerras mundiales más una guerra fría dividida en dos, una España gobernada por el franquismo, una Francia en guerra contra sus colonias o una Inglaterra con conflictos internos entre trabajadores y patrones, como ejemplos).
Lo que distingue a ambos modelos es el rol de la socialdemocracia en la construcción del Estado de bienestar. Mientras los primeros han tendido a reducir el Estado y a ceder frente a los embates del neoliberalismo, en el caso nórdico el rol del Estado en la economía se ha mantenido intacto, y las empresas y trabajadores han debido convivir en un marco claro de comportamiento, con altas penas a quienes violen el contrato social. Una socialdemocracia vacilante frente al rol del Estado llevará a la clásica forma de reducción del Estado, caso contrario si la clase política coincide en entender lo fundamental que es el espacio público en la generación de bienestar.
La mutilación del Estado llegó para quedarse. La pérdida de derechos es pan de cada día. Pero a diferencia de nosotros, estos cambios se dan en democracia, y no bajo terapias de shock. Las protestas en Francia contra el aumento de la edad de jubilación de 60 a 62 años, el recorte en 20.000 puestos públicos en Grecia y España, la privatización de la educación en Inglaterra, y las fórmulas de austeridad han recibido el rechazo de una sociedad que nació y construyó su identidad bajo un Estado que garantizaba derechos más que libertades. La socialdemocracia ha fallado en su rol de defender el Estado, y la ciudadanía se lo ha hecho saber votando por la derecha. El problema es que la derecha tiene por objetivo la destrucción del Estado de bienestar por un Estado mínimo. El capitalismo no es gratis, siempre implica que otros (muchos) pierdan a costa de otros (pocos) Es hora de un segundo Gran Despertar en Europa. Es hora que Europa deje de mirar a Chile y vuelque la mirada a Islandia.
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