Mi primera reacción luego de leer la columna escrita por R. Guendelman en el diario La Tercera fue de adjudicar cierta ingenuidad en los postulados que ahí se exponían. En primer lugar, es siempre agradable sacar a la luz del debate el cáncer de la discriminación como una de las vergüenzas de la humanidad, pero por otro, es también importante guardar ciertas proporciones en la aproximación al fenómeno. Así pues, continuaré la invitación del autor en tanto lo controvertido de la temática.
A mi parecer, creo que hay un error al considerar que la experiencia de discriminación vivida “en carne propia” permitiría una mayor conciencia o aprehensión de la experiencia del Otro. Esto porque la vida cotidiana nos demuestra que somos la única especie en la tierra que podemos tropezar una y mil veces con la misma piedra. Por ende, aún siendo diariamente víctima de diversas formas de discriminación, ya sea la segregación material en la cual están dispuestas las comunas de Santiago, la inequidad en los sueldos entre hombres/mujeres, la exclusión sistemática de los adultos mayores, la extirpación de la voz y la conciencia de nuestros niños/as, por nombrar unos pocos, seguimos discriminando a otros.
Sin ser reduccionista, creo que discriminamos porque tememos. Como respuesta a nuestra frágil y patética existencia, tememos todo lo que ponga en duda nuestra pretendida e imaginaria constitución e identidad. Tememos aterrados lo Otro porque ni siquiera sabemos qué somos nosotros, pero eso último puede afortunadamente subsanarse con las píldoras diarias de un consumo incluso identitario. Ya señalaba Lovecraft, escritor de terror, que “el mayor miedo del ser humano es lo desconocido”, y ahí es donde precisamente encuentro un punto de inflexión en lo expresado por el autor de dicha columna.
Pretender enseñar el dolor de discriminación vía discriminar, me parece seguir amparados en una ética del miedo, del temor y del rechazo. Una especie de Ley del Talión emocional, casi como que si para no sacar lo peor de nosotros mismos debiéramos a su vez probar el mismo veneno que secretamos. El problema es que somos inmunes: es difícil batallar contra el fascista que llevamos dentro. Y esa lucha es constante, diaria, incluso estructural de nuestra subjetividad: “yo o el Otro”. Así, generar enseñanzas con el temor y dolor de base no cambia en nada el hecho que seguimos funcionando por el miedo.
Con esto, quiero entrar en otro punto de la columna: la fantasía de omnisapiencia adjudicada al campo de lo pedagógico/psicológico. Yo soy psicólogo, y como tal, sólo puedo decir una cosa: la certeza es psicótica, por ende, toda posibilidad de duda es siempre indicador de cierta sanidad mental.
Así, puedo decir que no me interesa ensuciar mi rol ni profesión asumiendo en mis manos el ejercicio discriminatorio: dudo de pretendida capacidad para poder administrar la violencia de un modo racional, o como se señala “en un ejercicio bien planificado y con guías ultra responsables”. Lo más responsable que puedo hacer, es decir que dudo de cualquiera que pueda creerse con la sapiencia de que violentar a otro (en este caso un grupo históricamente violentado y discriminado: los niños/as) podría un acto responsable.
Se vuelve necesario entonces desacreditar de raíz el miedo como una forma de enseñanza. Cambiar el temor en amor. Estas son ideas que creo pueden desarrollarse posteriormente en propuestas sobre una nueva pedagogía. Quizás ni siquiera es nueva, pero sí velada. Una postura que implique el reconocimiento de la diferencia radical de lo humano, en contra de la totalización homogénea de una y única identidad.
No me interesa “marcar” a los niños/as, pues es mi labor tratar de otorgarle un sentido subjetivo menos doloroso a la historia de “marcas” que otros hicieron en la psique y el soma de los mismos. Yo trabajo con las “marcas” inconscientes, pero las que dejan el trabajo sistemático hecho por adultos irresponsables que impiden a los niños sentirse siquiera en la certidumbre de su existencia. Otra cara de la discriminación: me afirmo negando a otros. La discriminación y la violencia nunca pueden ser justificadas. Caso contrario, podemos caer en discursos tales como “le pego cuando se porta mal, o cuando me falta el respeto”, como si pudiese haber un motivo o razón por la cual sea necesario apropiarse del cuerpo de otro para llevar a cabo mi voluntad.
Entonces pregunto y finalizo: ¿dónde queda el ejercicio de la búsqueda y encuentro con el Otro?, ¿dónde queda la posibilidad de educar con/en amor?, esta es, al mismo tiempo, mi interrogante a esta columna y proposición. ¿Será necesario seguir pensando la educación como un acto de temor?. Yo creo que el encuentro pleno y total con/del Otro es imposible, pero sí es una ficción necesaria.
Se vuelve necesario entonces desacreditar de raíz el miedo como una forma de enseñanza. Cambiar el temor en amor. Estas son ideas que creo pueden desarrollarse posteriormente en propuestas sobre una nueva pedagogía. Quizás ni siquiera es nueva, pero sí velada. Una postura que implique el reconocimiento de la diferencia radical de lo humano, en contra de la totalización homogénea de una y única identidad.
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David navarro
Me dejas impresionado con tu comentario en verdad lo comparto plenamente