La dignidad, escuchamos decir a algun@s, constituye aquello que dice “valor”, “valoración”, y, en su medida, lo pleno. Quiere significar, se agrega, la nota o cualidad humana que, comparada con otras o puestas en una jerarquía, se muestra como de categoría máxima. Cuando se dice: dignidad humana, se habla de un “principio supremo” y, por tanto, uno que encabeza toda jerarquía de principios y aspectos. Indica a lo “más profundo” como también a lo “más alto”, lo superior –respecto de los inferiores. Es así una doctrina de la jerarquía.
Así es como se merecería todo juicio de reconocimiento y exaltación: dice algo que es valioso y estimado por sí mismo, algo “absoluto”, no en función de otra cosa del mundo. Cuando se habla de la “dignidad humana” se piensa en un valor que corresponde al ser humano fundado directamente en lo que se dice que es. Que le es inherente. Este valor no aparece en función de ciertos rendimientos, acciones ni otros fines distintos a la existencia de sí mismo. No es un valor como otros valores –relativos a un alguien-; es un valor “metafísico”. Este valor singular se presentaría como llamado o vocación hacia un respeto incondicionado y absoluto. Así se funda, entre otras, una doctrina de los “derechos humanos”.La dignidad que hemos recorrido funda una antropología filosófica. Una donde es posible señalar la posición de cada cosa existente respecto de ella. El ser humano queda dotado de una centralidad incomparable.
Siguiendo esta línea de razonamiento –y construyendo la imagen de un cierto antropocentrismo-, el ser humano posee “valor por sí mismo”, es un principio de valor, y posee este tipo de valor por su carácter exclusivo racional, volitivo y libre. La excepcionalidad de estos caracteres entre las cosas del mundo merece toda admiración. Lo mismo su carácter innato. Se dice: son cualidades extraordinarias: no se puede decir algo más feliz. Descubrirlas nos produce asombro. La dignidad se expresa en la capacidad de tener una voluntad para pensar y decidir -por sí mismo, en especial, individualmente-. Por tanto, no poseen tal dignidad ni los llamados “animales”, ni, en general las “cosas”. Consciencia y libertad dan un valor especial al afecto humano y lo convierten en amor. Su sufrimiento que no es nunca solo dolor sino siempre algo con sentido.
Según esta dignidad que se posee de antemano y por siempre, los seres humanos somos todos iguales. Las diferencias de toda otra índole, diferencias antropológicas, de género, culturales, son secundarias y derivadas de otras consideraciones. Se dice, sin dudar, “somos iguales en dignidad”.
Pero es notable: no siempre ha sido así. En la Grecia antigua, se argumenta, no se atribuía una dignidad igual a todos los humanos. La dignidad separaba a algunos respecto de los demás, y los ponía por encima de ellos. Aquel que era digno o se dotaba de dignidad era el excelente (aristos), con un comportamiento virtuoso, y que por ello merecía respeto y jerarquía social. La calidad jerárquica se expresaba como un valor de “los pocos respecto de los demás”, y con el nombre de la excelencia que destaca y hace admirables a unos respecto de otros. La dignidad era un resultado del reconocimiento de unos méritos notables; era un título jerárquico otorgado por la sociedad.
Más tarde, la concepción cristiana nos igualó a todos en la dignidad de hijos de la divinidad. Después, la secularización moderna de tal concepción entendió que la dignidad común emana de la libertad moral como único derecho innato de todos. Es por eso que ahora el término dignidad vale como enteramente sustantivo y no adjetivo. Esta dignidad o excelencia universalista –su evaluación siempre de antemano positiva-, se convierte así en algo sustancial.
Esta dignidad se corresponde con el respeto. Se respeta reconociendo y aceptando una feliz autonomía de la voluntad y libertad del otro. Se humilla la dignidad poniéndola como secundaria a otras consideraciones. Cuando se trata la dignidad con justicia, se le da siempre lo que merece. El respeto es la relación de dos dignidades.
Este valor singular que es la dignidad humana se nos presenta como una llamada al respeto incondicionado y absoluto. El respeto dice la consideración moral privilegiada de la dignidad de cada cual. El respeto, se dice también, comienza por sí mismo, como reconocimiento en la dignidad y conscicncia de sí mismo. En su carácter individual, se agrega, no hay respeto a los otros si no hay respeto de sí mismo. El “sí mismo” como tal ya es un resultado de la dignidad.
Otra categoría fundamental surge del carácter relacional del ser humano: que proviene de otros y está en camino de otros. Incluso la soledad es un principio de relaciones en cuanto se piensa como carencia de ellas. Pero hasta las relaciones son secundarias, como se observa cuando se dice: en las relaciones interpersonales hay que tener en cuenta la dignidad del otro. Cómo “debe” ser el trato digno de uno por otro, en cualquier aspecto, se constituye como principio moral de la acción.
La dignidad que hemos recorrido funda una antropología filosófica. Una donde es posible señalar la posición de cada cosa existente respecto de ella. El ser humano queda dotado de una centralidad incomparable. Dignidad es la manera de valorarnos en el universo, un título que nos hemos dado, la mejor justificación de un antropocentrismo.
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