Si hay algo que ilustre de manera elocuente lo que significa vivir en una sociedad en permanente riesgo, es decir, un mundo moderno tardío donde los peligros son manufacturados, que traspasan las fronteras nacionales y sorprendentemente las barreras sociales, es «La Máscara de la Muerte Roja» de Edgar Allan Poe: el príncipe próspero y feliz, en un acto de sagacidad e intrepidez, al ver sus dominios semidespoblados por una espantosa y fatal peste, se encierra en una de sus abadías de grandes muros junto a mil de sus vasallos y damas más ilustres para dejar que el sino se haga cargo de los indignos y espantosos moribundos. Sin embargo, lo único que nos separa de la muerte es el tiempo.
Sociedad del riesgo: sin clases, sin nación
Dia a día nos enfrentamos a peligros como accidentes de tránsito, catástrofes naturales, hasta peligros como fumar, consumir alimentos en mal estado o, claro está, epidemias. Si pensamos así, vemos una especie de omnipresencia del riesgo en la vida moderna. La lista es interminable y la ciencia parece no ser suficiente. Sin embargo, el avance de la ciencia produce nuevos riesgos, dando a conocer lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck llama Sociedad del Riesgo. “Quien concibe la modernización como un proceso autónomo de innovación debe tener en cuenta su deterioro, cuyo reverso es el surgimiento de la sociedad del riesgo”. Así “la sociedad que produce tecnología y riqueza, paradójicamente también produce riesgos para la humanidad y para el resto de formas de vida del planeta”. Esto significa que estamos frente a un esquema de pensamiento complejo que concibe la sociedad actual en un dilema en que se contraponen por un lado el riesgo permanente y el otro, conciencia de estos riesgos (reflexividad): cuanto mayores son los riesgos, más elevadas son las necesidades de reflexión para confrontarlos. Los riesgos a los que nosotros mismos nos sometemos, se tornan impredecibles, así como sus consecuencias; es lo que la sociología llama incertidumbres manufacturadas. “Aquí la producción de riesgos es consecuencia de los esfuerzos científicos y políticos por controlarlos o minimizarlos”. A medida que aumenta la complejidad de los sistemas tecnológicos, se incrementa también la incertidumbre, siendo cada vez más difícil predecir su comportamiento. “En lo más profundo del régimen caótico, los pequeños cambios en la estructura causan casi siempre enormes cambios en el comportamiento. Un comportamiento complejo controlable es, por lo visto, imposible” dice un experto en sistemas complejos.
Según, Beck, al contrario que los riesgos empresariales y profesionales del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX, estos riesgos ya no se limitan a lugares y grupos, sino que contienen una tendencia a la globalización que abarca la producción y la reproducción y no respeta las fronteras de los Estados nacionales, con lo cual surgen unas amenazas globales que en este sentido son supranacionales y no específicas de una clase y poseen una dinámica social y política nueva.
Estos riesgos, “Contienen un efecto boomerang que hace saltar por los aires el esquema de clases” ni los poderosos ni los ricos están seguros ante ellos. Este efecto social de boomerang difiere por lo tanto del modelo de reparto de riqueza: si bien en la sociedad tradicional se tematiza de forma central la repartición de los bienes, en la sociedad del riesgo se invierte siendo la repartición de males, de los efectos nocivos una de sus características diferenciales. Sin embargo, esta socialización del riesgo sobrepasa los contornos de una época que ya no responde a las férreas categorías de antaño, ofrece una reestructuración de las relaciones sociales que no parece, aún, ser tematizada. Los riesgos producidos no respetan límites fronterizos, son globales y, además, democráticos: afectan a todos por igual. Y así define Ambrose Bierce la palabra pandemia en su diccionario del diablo: una enfermedad sociable y desprejuiciada.
Lo más relevante de esta noción de sociedad es que el riesgo implica decisiones y opciones. Ahí donde existan más decisiones, mayores serán los riesgos. Y ante esta situación pandémica, que muta y escala rápidamente, las autoridades parecen arriesgarse demasiado al subestimarla.
COVID19 en Chile: Gobernabilidad + Gerenciamiento vs Ciencia = Ineptitud
La sociedad que produce tecnología y riqueza, paradójicamente también produce riesgos para la humanidad y para el resto de formas de vida del planeta.
Si bien habría que considerar todo ese entramado de fenómenos globales y complejos en plena era de la información, en Chile, las medidas para contener los brotes virales se encontraron con una actitud que pareciera ser, por un lado, desinformativa; y por otro abiertamente anticientífica. Tanto así que una de las primeras medidas rayó en lo absurdo: el ministro de salud implementó un plan de contención (un trámite burocrático) que consistía en preguntarles a las personas que venían del extranjero si padecían el virus o no. Esto no parece muy científico sino más bien algo personal, pues da la impresión que lo que se practica no es la ciencia, sino más bien la imposición del ego de una autoridad que creyó que el plan elaborado por su ministerio era mesurado y efectivo. Estamos hablando de un ministro que ha dicho reiteradas veces que Chile posee uno de los mejores sistemas de salud del planeta. Es decir, establece en la opinión pública, un dogma por sobre la duda científica. A este nivel de polémica, bien podríamos decir que el arribo del virus es un merecido castigo de un Dios al que le disgustan, con mucha razón, las provocaciones.
No obstante esta ilusión, esta actitud egocéntrica o dogmática (por decir lo menos) estamos lidiando con un problema que requiere sobre todo, pensamiento complejo. Esto significa lidiar con contingencias (cosas que son y no son al mismo tiempo) ignorancia, desinformación, con el tiempo y asumir muchas (muchísimas) posibilidades, pero el problema se aborda con sentido de gobernabilidad, gerenciamiento y en el peor de los casos, indisciplina. Esto es fatal porque significa sin intelligentsia, sin racionalidad científica. El mismo ministro de salud preguntaba hace un par de horas por redes sociales si la suspensión de clases era una medida razonable. Al día siguiente, la subsecretaria del mismo ministerio, presenta a un equipo de expertos a cargo del virus que declara públicamente que las medidas extremas no eran necesarias. El presidente, sólo horas después, anunció la suspensión de clases en todos los colegios del país contradiciendo al comité de expertos por TV abierta. Pareciera que efectivamente se intentó resguardar la gobernabilidad, pero la ciencia prevaleció y en buena hora primó la sensatez.
En cuanto a prioridades sanitarias, en países como Francia ya habían suspendido las clases hace mucho; su presidente ha declarado públicamente que la economía puede esperar y que hay situaciones que deben abordarse con visión de Estado; decisiones que requieren una mirada interdisciplinar, por sobre los cálculos económicos. Italia tardó varios días en tomar medidas drásticas como cerrar fronteras y ya quisieran tener la ventaja que hoy tenemos para reaccionar a tiempo, pero las autoridades chilenas insisten en priorizar la gobernabilidad y decidir como lo haría un gerente, que ciertamente aquí, significa cuidar los negocios. Atendiendo a esta ideología, parece que la demora de medidas extremas se debe más bien a los cálculos egoístas de un puñado de tomadores de decisiones que está sacando cuentas de cómo lucrar con la oportunidad que ofrece el pandemónium: un bienvenido capitalismo del desastre. Lo cierto es que en 14 días Chile pasó de 2 a 75 y hoy tenemos 156 casos positivos y aun no se extreman medidas. Francia las ha extremado cuando en esos mismos 14 días llevaban 10 casos; Perú acaba de decretar estado de emergencia al alcanzar un número similar al de Chile, 71. Y a nosotros parece que lo único que nos queda es la fe.
Lamentablemente todo indica que esto empeorará teniendo en cuenta todas las variables a considerar, que son infinitas e imposibles de vislumbrarlas, más con un gobierno que ha demostrado falta de prevención; estos meses de crisis son ejemplo elocuente de ineptitud, sordera y falta de previsión por parte del gobierno. La verdad es que tendremos que recurrir al mismo espíritu que ha mantenido a la gente estoica ante la adversidad: solidaridad, comunidad y por sobre todo, la informada autonomía.
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