Al hablar de cofradía, la Real Academia de la Lengua Española dice que se trata de “congregación o hermandad que forman algunos devotos, con autorización competente, para ejercitarse en obras de piedad”. Así también, una cuarta acepción es “junta de ladrones o rufianes”. A la luz del caso de John O’Reilly, sacerdote católico, acusado de abusos sexuales a menores en el Colegio Cumbres, conspicuo establecimiento educacional ubicado en la zona oriente de Santiago, subyacen aquí diversas interrogantes, las cuales, más allá del caso judicial, apuntan al actuar, corporativo o no, voluntario o no, asociado al modo en que opera la Iglesia Católica, de sus vocerías, de esos ruidos y señales, casi imperceptibles, pero que van conformando un imaginario de que no sólo se está en presencia de una religión.
El pasado domingo 25 de agosto se publicó en dos diarios de circulación nacional una “Carta de Apoyo al Padre John O’Reilly”, firmada por más de mil personas, la que más allá de constituir una presión sobre el actuar de la justicia, indicaba otras cuestiones, las que ponen acento en esos “valores básicos del amor a Dios, a la Patria, al prójimo y a la Familia”, desde el sello del ex Capellán de los Legionarios de Cristo. Esta congregación, fundada por Marcial Maciel en 1941, no es ajena a acusaciones de este tipo, siendo el propio Maciel el autor de delitos de abuso sexual. Sin caer en la intriga, ni menos en la suspicacia, es posible dudar de las buenas intenciones de los firmantes, sea por la publicación de la carta previo a la audiencia de formalización, así como de la consideración de dichos valores, sea por su comprensión, pero por sobre todo por su quehacer, por las buenas obras.
Chile conoce sus acciones, su modus operandi, el cual ha puesto de manifiesto una defensa estricta e impositiva sobre esos valores para con toda la sociedad, sea en cuestiones como el divorcio, la píldora del día después, la educación sexual, el aborto y el matrimonio civil para personas del mismo sexo. Se han constituido como un grupo de presión, distinto a la Iglesia que los alberga, superándola, haciéndola parte de sus propios postulados en la mayoría de estos asuntos. Ante esto, pero también con la evidencia de los cambios que experimenta el país, de su avance paulatino hacia las libertades civiles, propiciando nuevas oportunidades de cohesión e integración social, el rol de esta cofradía, de una Iglesia que es una sola, más no meros intentos de disgregarse en congregaciones, aletarga el debate y nos muestran, una vez más, que en casos como el de John O’Reilly, permanece compacta y uniforme, sea por la declaración unánime de respaldo, o bien, por el silencio de los otros.
Quien ha brindado apoyo, sea moral como espiritual, a O’Reilly fue su par Raúl Hasbún, el mismo que defendiera a Cristián Precht ante la Congregación para la Doctrina de la Fe, instancia máxima de la Iglesia Católica para resolver la culpabilidad o inocencia de sus miembros ante casos de abuso sexual contra menores de edad. En sus escuetas declaraciones a la prensa, a propósito de la audiencia de formalización de O’Reilly, Hasbún indicó que confiaba en él dado su “amor a la iglesia y fidelidad al sacerdocio». Esa frase provocó mis suspicacias, mi herejía, y el atrevimiento para indicar que esto ya no debe ser observado como una simple religión. Como usted prefiera, dicho colectivo puede ser una “hermandad”, o bien como “junta de rufianes”.
El rol de esta cofradía, de una Iglesia que es una sola, más no meros intentos de disgregarse en congregaciones, aletarga el debate y nos muestran, una vez más, que en casos como el de John O'Reilly, permanece compacta y uniforme, sea por la declaración unánime de respaldo, o bien, por el silencio de los otros.
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