Estoy algo enfermo. Desperté con síntomas de resfrío o gripe. No lo se bien, no distingo la diferencia. Pero decido ir al médico para que me vea y me de algo que aplaque algunos de los típicos síntomas que hace que ande a media máquina y algo mal humorado.
Ingreso a la clínica donde voy cuando mi médico de cabecera, desde hace años, no está disponible. Saco el número que indica mi turno de atención. La recepción, atendida por amables señoritas, parece más una oficina de empresa de servicios que clínica de salud. Tomo asiento a la espera de que el tablero que indica los turnos corra rápido. Finalmente es el mío.El costo de todos los medicamentos es cercano a los $ 45.000. Quedo mudo, frío, paralizado. Entre el copago de la consulta y costo de los medicamentos tengo que desembolsar, prácticamente, $ 50.000 para sacarme un simple resfrío estacional.
Antes que nada, hay que pagar. No he logrado nunca entender este sistema de las isapres (o no he querido para no enfermarme más). Pago religiosamente todos los meses mi cotización de salud, la que incluye a mis cuatro hijos, y la usamos rara vez, gracias a Dios. No es poca plata. Sin embargo, siempre debo cancelar lo que llaman el copago. ¿Qué fue entonces de lo que he pagado todos los meses sin hacer uso de ello?
Después de una larga espera (no se por qué citan a una determinada hora si siempre atienden más tarde) el doctor me llama a su consulta. Al menos en este lugar, el doctor se asoma personalmente a buscar al paciente que, pacientemente, ha esperado y no es un llamado ininteligible e impersonal por altoparlantes.
Esperé 25 minutos, la consulta duró 15. Me dice que es un típico resfrío estacional. Sin embargo, lo veo teclear frente al computador extensamente. Por fin imprime un par de papeles en formato de receta y con membrete de la clínica. Las extiende hacia mí y comienza a explicarme para qué, por qué y cómo tomar los cuatro medicamentos que me receta. Jarabe para la tos, que casi no tengo, un «puf» para prevenir que me entren no se qué tipo de bichos, un antinflamatorio para no se qué cosa (a esa altura ya no entiendo ni puedo poner atención) y un cuarto que ni siquiera retengo en la memoria. Sólo recuerdo que me recalca no aceptar los genéricos.
Salgo de la consulta recordando lo que dice el pediatra de mis hijos: “receta voluminosa, receta dudosa”. Paso inmediatamente a un par de farmacias. El costo de todos los medicamentos es cercano a los $ 45.000. Quedo mudo, frío, paralizado. Entre el copago de la consulta y costo de los medicamentos tengo que desembolsar, prácticamente, $ 50.000 para sacarme un simple resfrío estacional. Decido no comprarlos, no sólo por lo que dice el pediatra de mis hijos, sino, además, por lo que dice mi billetera.
Camino en dirección a casa, pensando en este sistema de salud que más enferma que sana. Una isapre que me cobra todos los meses, la use o no, y que, además, debo pagar parte de la consulta; un médico que me extiende una receta numerosa y “dudosa”, sin plantearme alternativas ni consultar si estoy en condiciones de hacerme cargo de algo que seguramente sabe el costo; y, una farmacia que me cobra por los medicamentos más de tres veces lo que me salió la consulta, y para lo cual no es posible usar lo que he entregado mes a mes a la isapre.
Sigo caminando a casa y decidido pasar este resfrío como lo hacía cuando era niño: beber harto líquido, con limón y miel y, de ser posible, algo de reposo, mientras me digo que no soy yo el enfermo sino este sistema de salud que tenemos y que nos tiene cautivos, rehenes de un abuso institucionalizado.
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