A casi 30 años de la transición a la democracia en Chile, es más necesario que nunca una nueva Constitución que de legitimidad a nuestro actual sistema político. Los últimos acontecimientos expuestos en la agenda pública que involucran a Carabineros y al Ejército de Chile parecieran ser síntoma de un fenómeno que vivimos cada día con más fuerza. En el comportamiento de las instituciones, desde la inercia de éstas, nos podemos percatar que la democracia reclama más democracia, provocando tensiones de ruptura en los enclaves autoritarios que aún permanecen y que se encuentran enmarcados dentro de la constitución de 1980.
En la literatura, el neo-institucionalismo define a las instituciones como las reglas del juego, formales o informales, que, a través de incentivos o restricciones, condicionan el comportamiento humano. En consecuencia, nuestras reglas del juego están dadas por una carta fundamental originada en un sistema político autoritario. De este modo, cabe preguntarnos: A tres décadas del desarrollo de una democracia estable, ¿La Constitución creada en dictadura cuenta con la legitimidad necesaria para perfeccionar nuestro sistema político actual? La respuesta, sin ser mago, es no.
En la cuestión política, la promesa democrática (y liberal) de occidente se encuentra en crisis. La amenaza de los discursos populistas, ya sean de izquierda o de derecha, nos invita a reflexionar sobre la mejora de nuestro sistema político, pero también en la elaboración de propuestas que le puedan competir a los Donald Trump; Marine Le Pen; Matteo Salvini; Jair Bolsonaro; Nicolás Maduro; José Antonio Kast. En esta línea, al igual que la lógica escalar del poder que nos brinda la lectura de Maquiavelo, los regímenes democráticos transitan por el camino de la obtención, mantención y el aumento, en este caso la mejora, de sus rendimientos. En este escenario, donde la desconfianza está instalada, la desafección en voto voluntario reina y además existe un vacío entre la ciudadanía y las instituciones, la oportunidad de un nuevo contrato social, es decir: Una nueva Constitución se vuelve clave.La mejora de nuestra democracia está íntimamente ligada con el desarrollo de instituciones que estén legitimadas por la ciudadanía y, en este caso, urge el nacimiento de una carta magna democrátic
En la actualidad, las tensiones sociales que estamos viviendo actúan como un deja vu. La segunda versión de Sebastián Piñera parece transitar sendas similares a las que transitó el 2011, donde por coyunturas particulares el movimiento social se activó, sobre todo en regiones. Lo mismo ocurre hoy con temas medio ambientales, laborales y, en particular, con el conflicto de la Araucanía. El gobierno suma innumerables errores no forzados (sobre todo comunicacionales) y comienza a contagiarse con lo que alguna vez, la historiadora americana, Barbara Tuchman llamó “la marcha de la locura” o que para efectos de esta columna se entenderá como “la marcha de la estupidez”.
Las tensiones mencionadas no prometen cesar y, es más, tenderán a agudizarse a través del tiempo. El riesgo moral de la campaña de Chile Vamos opera y los tiempos mejores no llegan al ciudadano común, lo que terminará generando una frustración relativa en la sociedad que se comportará como una olla de presión. Esta frustración tendrá dos posibles salidas; por un lado, el voto de castigo al oficialismo en las elecciones de medio termino, o sea las elecciones territoriales del 2020 o; por otro lado, la adopción masiva de relatos populistas (del tenor José Antonio Kast o Frente Amplio) que para cada problema tienen una solución fácil que nunca podrá llevarse a cabo.
La mejora de nuestra democracia está íntimamente ligada con el desarrollo de instituciones que estén legitimadas por la ciudadanía y, en este caso, urge el nacimiento de una carta magna democrática, no solo por lo conseguido en el camino que se ha recorrido desde el 90’ a la fecha, sino que también, por los desafíos que vienen. El establecimiento de un modelo de desarrollo sostenible, la generación de políticas públicas que apunten a la mejora de la calidad de vida, no desde la concepción individual de la persona, sino más bien desde un enfoque comunitarista. Así, la emergencia de un nuevo contrato social, debe estar a las antípodas del paradigma societal que nos ofrece el neoliberalismo. Paradigma que ha puesto en valor al espacio privado por sobre el espacio público, propiciando el desarrollo de una ciudad sin ciudadanos en clave de consumo.
Los enclaves se demuestran cada vez más fracturados y agotados, es por eso que a treinta años de la transición es meritorio un nuevo contrato social nacido en democracia. El mecanismo importa, en consecuencia, la participación consciente de la ciudadanía debe materializarse, la legitimidad del nuevo instrumento debe contribuir a gobernar el vacío existente entre las instituciones y las personas.
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