La votación de Jair Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones brasileñas (46%, 49 millones de votos) levanta alarmas en la región. El candidato de extrema derecha, obtiene una ventaja indiscutible (+17%) en un escenario inmejorable para el Partido de los Trabajadores (PT). De este modo, vemos como Brasil se suma a la tendencia política de occidente, donde los discursos populistas asumen cada vez una cuota mayor de protagonismo en el espectro político y, también, en el inconsciente colectivo ciudadano.
Peter Mair, en “Gobernando el vacío, la banalización de la democracia occidental”, texto póstumo editado el 2013, pero escrito en su mayoría el 2006, ya vaticinaba las consecuencias del desgaste de la democracia de partidos, explicitando que debido a la creciente brecha entre gobernantes y gobernados (lo que se ha traducido en partidos que han dejado de ser un vehículo movilizador entre demandas ciudadanas y soluciones de política pública) ha facilitado la emergencia del desafío populista como alternativa paralela dentro del juego democrático.
En consecuencia, en esta brecha, comienza a generarse un vacío que presenta un argumento cristalizado en la desafección ciudadana hacia la clase política. Daniel Innerarity, en “La política en los tiempos de indignación” (2016), declara que el problema de los “indignados” no tiene que ver con la política, sino más bien con los malos políticos. En esta línea, la política lentamente ha dejado de expresarse en los espacios institucionales tradicionales, mutando hacia nuevas comunidades.
La promesa democrática ha entrado en crisis y los populismos con rasgos autoritarios se levantan como opciones reales. En Europa, la crisis del Estado de bienestar, de la socialdemocracia, además de la resistencia a la globalización (defensa cultural) y la incapacidad de gestión migratoria, ha generado que discursos populistas estén a la vanguardia. En América Latina, el mismo panorama tiene menos que ver con estos temas, pero sí con la corrupción en política, la falta de probidad y transparencia.
En la región, no hay país que se vea ajeno a la situación anteriormente comentada. Metodológicamente, desde la política comparada, podríamos decir que se presentan casos similares con resultados diferentes. Sin una investigación detallada al respecto, me atrevería a decir que el desenlace de cada uno de los casos varía según la estabilidad institucional que poseen y cuan involucrado está el Estado en los procesos de corrupción.
La promesa democrática ha entrado en crisis y los populismos con rasgos autoritarios se levantan como opciones reales.
Chile, aún mira con cierta distancia la realidad venezolana, argentina y brasileña. No obstante, no hay que perder la vista a estos procesos, la mejora de la democracia en medida pasa por el fortalecimiento de nuestras instituciones en materia de pesos y contrapesos reguladores, pero también en que nuestra clase política entienda que es un imperativo ético democracia y su constante mejora, sin relativizaciones.
Frente a una reciente ola democrática transicional, que terminó en los noventa, pocos hubiéramos pensado que nuevamente nos encontraríamos frente al clivaje democracia-autoritarismo. El desafío es importante, la defensa de la democracia, y de la buena política, además de la condena a los autoritarismos sin complejos.
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