Hannah Arendt, en “Eichmann en Jerusalén” (1963), aporta un nuevo concepto a la teoría política contemporánea, y que se suma a su brillante discusión sobre los totalitarismos, a saber: La banalidad del mal.
El concepto acuñado por la filosofa alemana se refiere, en síntesis, a la complejidad de la condición humana, con cierto grado de positivismo antropológico, donde queda demostrado que en muchas ocasiones de forma mecánica y solo con tal de obedecer órdenes no se somete a juicio o reflexión lo que se está cometiendo.
Lo anteriormente expuesto, en un viaje al contexto actual, se expresa de, al menos, dos maneras, en el contexto de la crisis de la promesa democrática de occidente: en primer lugar, la capacidad que tienen algunos discursos, con chances de representación popular, de distorsionar la realidad a través de la imposición de una nueva moral de “lo bueno y lo malo”; y en segundo lugar, la adopción ciudadana de estos discursos como verdades, lo que termina impactando en procesos electorales.
Antes de entrar al terreno del análisis en esta columna, creo pertinente declarar lo siguiente: Establecer comparaciones entre la época de los totalitarismos y la actualidad, parece, a simple vista, descabellado. Sin embargo, haciéndonos cargos del espíritu de la historia, diría Hegel, es posible argüir que en este juego dialéctico de acontecimientos concatenados existe la posibilidad de apreciar ciclos históricos. Por consiguiente, no tenemos que olvidar que Hitler, con su carisma y relato, también ganó elecciones democráticas.
El paradigma democrático está en entredicho. Los enemigos de la clase política, estando incluso al interior de ella, han levantado banderas que interpelan a los desafectados e indignados, generando sintonía y vínculos expresados en votos. Es que pareciera que el problema no tiene que ver con la política, sino con los malos políticos. En este sentido, el juego democrático está siendo pervertido por dos “soluciones”, a saber: Candidatos respaldados por programas de política absolutamente técnicos; y candidatos respaldados por discursos de relato común, sin necesariamente programa, y efectistas en materias que impactan cotidianamente la vida de las personas. En definitiva, recetas para solucionar los problemas del día a día. La segunda solución está enmarcada en lo que se entiende como la vía populista en democracia, sea de derecha o de izquierda.
El paradigma democrático está en entredicho. Los enemigos de la clase política, estando incluso al interior de ella, han levantado banderas que interpelan a los desafectados e indignados, generando sintonía y vínculos expresados en votos.
¿Por qué esta segunda opción, en la actualidad, se vuelve protagonista? Aquí juega un rol clave la interpretación de la conceptualización que nos aporta Arendt. La banalidad del mal, entendida en esta columna como el resultado eficaz en la manipulación decisional de los individuos por medio de discursos populistas, opera en un contexto de particular desafección e indignación ciudadana. Relatos como el de José Antonio Kast, Jair Bolsonaro y Donald Trump, generan una interpelación directa a la persona común, en tanto se configuran como vía de solución a sus problemas inmediatos, generados por la “perversión” de la política tradicional. Temas como corrupción en el Estado, seguridad ciudadana y crecimiento económico son las banderas de lucha de estos candidatos anti-sistema. Eso en la derecha. A la izquierda del espectro político, los discursos siguen siendo anti-sistema, en tanto existe el afán de corregir lo ya realizado. Por ejemplo, en Chile, el combate del neoliberalismo y la herencia de la Concertación se vuelve el horizonte del Frente Amplio.
Ahora bien, más allá del juicio que podamos hacer, y lo que es más grave, estamos en un estado de tal liquidez, que no existen propuestas desde los demócratas. La política, desde la centro-izquierda, ha quedado enclaustrada a los dimes y diretes de la elite dirigente, sin capacidad de levantar una agenda común que apunte a los problemas cotidianos de la población. En esta línea, mantener la clave demócrata es fundamental en la tarea de no caer en la tentación de generar sesgos populistas.
El voto populista es banal y líquido. El voto demócrata es consciente y crítico. Así, nuestra tarea desde la centro-izquierda es volver a pensarnos en conjunto y sin distancias a la población, propiciando las condiciones para la trascendencia del bien, desechando la posibilidad de la banalidad del mal.
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