Chile está obeso. Las cifras recientes muestran que, según la Encuesta Nacional de la Salud, un 3,2% de la población es obesa mórbida. Otro tanto, un 74%, vive con sobrepeso. Ante estas reveladoras cifras, el Gobierno ha tomado medidas, y ya se discute gravar la comida “chatarra” con una suerte de impuesto al consumo. Algunos expertos afirman que ello sería una buena medida para atacar dicho mal. Pero, no obstante las supuestas “buenas intenciones” de los políticos, habría que hacer algunas salvedades.
Por un lado, una medida de este tipo lesiona la libertad de los sujetos. Si se reconoce a los individuos su autonomía para determinar su vida, ¿no vendría esta medida a lesionar ese margen de decisión libre que se les reconoce a ellos? Se podría argumentar que no, pues lo que se hace es promover un estilo de vida más saludable que, a la larga, los beneficiaría. Podría decirse eso, pero, aunque redunde en un beneficio para los individuos, el Gobierno no tiene legitimidad alguna para promover lo que considera “bueno”, al margen de la decisión voluntaria y libre de los involucrados directamente en el asunto.Si el Estado asume obligaciones que, al menos en principio, no le competen, pues las consecuencias de las costumbres y modos de los individuos le corresponden al sujeto mismo en tanto asume los efectos de su libertad, no puede excusarse luego con que dichas prestaciones son demasiado onerosas y encubrir esa preocupación monetaria con el velo de Maya del “bien común”
Muchas medidas recientes tomadas por los políticos, en atención a procurar el cuidado y la salud de los ciudadanos, redundan en una marginación del individuo y las responsabilidades que implican el decidir libremente. Como diría Sartre, ser libre implica ser responsable de las propias decisiones.
Por otro lado, el Gobierno, con cada nueva medida, no solo reduce la libertad de los sujetos, sino que además los infantiliza. No somos nosotros, al parecer, los llamados a decidir lo que es “bueno” en aquello que nos compete solo a nuestras personas, pues se nos considera incapaces de tomar esas decisiones. Ya viene el paternalismo estatal, el Gran Hermano de Orwell, a tomar esas decisiones por nosotros, incuestionables de suyo por ser “en beneficio nuestro”.
Pero, además, se esconde algo aún más cuestionable detrás de todo esto. Si asumimos la libertad ya no como margen de autonomía frente a la acción estatal, sino como horizonte de posibilidades de acción, en la medida que mi capacidad económica me lo permite, dicha libertad aumenta en razón de mi situación material, la cual me permite escoger más y más bienes en tanto va mejorando. Sin embargo, la mano interventora del Estado viene a torcer esta situación. Si antes podía comprar comida chatarra o la comida que sea a un precio determinado por la libre acción e interacción de los individuos en el mercado, guiados por la oferta y la demanda, ahora resulta que mi capacidad adquisitiva se ve mermada porque unos “expertos” deciden que así sea, modificando el precio del bien al que quería acceder, de manera artificial.
En resumen, en términos de Isaiah Berlin, la medida no solo afecta mi libertad negativa, entendida como aquel espacio de ejercicio de mi voluntad al margen del Estado, sino que atenta contra la llamada libertad positiva en tanto disminuye mi capacidad de elección. Y obviamente esto afecta precisamente a aquellos que tienen menos margen de acción material. A los políticos no les importa porque ellos sí pueden solventar ese aumento de precio. Sin embargo, los pobres no pueden. Y claro, no es raro que así sea. Dicha medida está dirigida a afectar a los pobres. Si el Estado debe hacerse cargo de la salud de los pobres y los costos aumentan cada año, el Leviatán ha de intentar disminuir gastos en torno a la salud de los compatriotas que afectan, con sus costumbres alimentarias libremente adoptadas, el erario público, en especial de aquellos que no pueden hacerse cargo de su propia salud.
No obstante esta verdad manifiesta, no me parece razón suficiente para llevar a cabo la medida. Si el Estado asume obligaciones que, al menos en principio, no le competen, pues las consecuencias de las costumbres y modos de los individuos le corresponden al sujeto mismo en tanto asume los efectos de su libertad, no puede excusarse luego con que dichas prestaciones son demasiado onerosas y encubrir esa preocupación monetaria con el velo de Maya del “bien común”. Ni esta razón ni ninguna parecen justificar esta intromisión de Papá Estado en la vida de aquellos que contribuyen, obligadamente, a su abultada y onerosa existencia.
Es de esperarse que junto a estas palabras, se levanten otras en reclamo de otra intromisión más del Estado y sus “expertos” en la vida de las personas. Los ciudadanos tienen derecho a ser libres y a responder por las consecuencias de sus actos. No puede ser de otro modo, si queremos ser verdaderamente libres.
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