Alguien por ahí, en Chile, está hablando de “vivir bien” cuando habla de una nueva Constitución y el proceso constituyente. Y en todo esto, ¿no llama su atención una exclusividad de nosotros, humanos, como titular de derechos? Al respecto, el neoconstitucionalismo latinoamericano nos trae sorpresas a meditar. Entre ellas no es menor el reconocimiento de unos derechos de la Naturaleza en las constituciones del Ecuador, 2008, y Bolivia, 2009.
Hoy nos resulta curioso comprobar que la cuestión de unos derechos de lo no humano no es para nada nueva. Ya desde la antigüedad griega se enfrentan dos posiciones: sea que los humanos ocupemos en la Naturaleza un lugar al lado de otros convidados a participar en ella, sea que la Naturaleza esté para ser nuestro hábitat, nuestro ambiente, y, por ende, que disponemos de unos derechos sobre ella ya sea como propietarios o administradores, en todo caso como especie dominante.
Para nosotros, seres humanos del siglo XXI moderno, ¿cuál resulta la tradición de unos derechos de los animales? Encontramos aquí también una situación ambivalente, ya sea porque simplemente nos consideramos superiores, ya sea, sin embargo, porque les atribuimos virtudes y defectos que consideramos exclusivos humanos. Nuestra lengua cotidiana nos encuentra hablando de la terquedad del burro, de la fidelidad de los perros, de la abyección de los chanchos, o sea de valoraciones humanas que conducen, por ejemplo, a un acto de ordenamiento jerárquico de los animales. Y observe usted que no nos avergonzamos de injuriar, o exaltar, a otros humanos nombrándoles como tales animales. O sea, los clasificamos, y, en seguida, nos clasificamos según lo que antes hemos dicho de los animales.
Durante lo que llamamos Edad Media y Renacimiento de la cultura occidental europea -relativamente poco sabemos de otras historias-, hasta el siglo XVII de nuestra era, fueron frecuentes los juicios a animales concediéndoles un poco del alma que nos había entregado un dios omnipotente. Algunos de estos animales fueron judicialmente ejecutados, y los tribunales de esa historia pudieron sancionar con la excomunión a las sanguijuelas o a las plagas de ratones, muy seriamente, sin provocar la sonrisa irónica o condescendiente que seguramente se dibuja ahora mismo en usted. Se reconocía a los animales una condición de personas o de responsabilidad. Resultaba obvio unos procesos penales contra animales, cuestión que en muchos de nosotros se ha vuelto igualmente obvio: las penalidades de los animales demuestran cierta irracionalidad. ¿Qué sucedió en el siglo XVIII europeo que cambiara esta experiencia tan abruptamente?
Durante esos años aparecieron lo que conocemos como los derechos modernos del ser humano al tiempo que se les negaban a los animales, de modo que penalizarlos pasó a considerarse, incluso al día de hoy, como un absurdo, una propuesta contraintuitiva. Según Eugenio Zaffaroni, miembro de la Corte Suprema argentina, esta culminación se venía preparando desde el platonisno y la doctrina de la distinción de cuerpo y alma. La modernidad emergente sentenció el desprecio por lo corporal y la exaltación del alma, de modo que el animal quedó relegado solo a un cuerpo. Al humano muy atento al cuerpo y sus necesidades se lo consideró en una categoría más cercana a la animalidad. En este proceso Descartes fue un hito fundamental al llegar a considerar lo corporal y lo animal al modo de una máquina.
Después de Descartes los animales quedaron poco a poco sumidos en la categoría de cosas. Según eso, de ahora al futuro, para los humanos ya no existía ninguna obligación a su respecto. Fueron considerados apropiables. Podían ser objetos de dominio y ya no les asistía ningún derecho ni alguna limitación ética o jurídica. Los humanos se transformaron en los únicos animados en el sentido de poseer ánima, alma.
Para nosotros, seres humanos del siglo XXI moderno, ¿cuál resulta la tradición de unos derechos de los animales?
Otra corriente principal la constituyó el utilitarismo de Bentham que, si bien no reconocía derechos a los animales, en el sentido de derechos emergentes de un contrato o algo parecido, no podían negárselos en razón de que éstos también demuestran sensibilidad. El pragmatismo de Bentham y su búsqueda de la mayor felicidad para todos -y el más mínimo sufrimiento-, reconocía que los animales son seres sensibles y convocaba a su respeto un reconocimiento de ciertos derechos. En la actualidad esta posición se manifiesta en la teoría de Peter Singer.
Kant y el contractualismo racionalista dejo fuera del contrato social a los animales pues era inconcebible que fueran capaces de celebrar un acuerdo. Pero de manera indirecta admitió obligaciones morales hacia ellos como resultado de la consideración misma de la dignidad humana.
Los humanos llegamos a ser “señores absolutos de la Naturaleza” la que se manifestó como disponible para su explotación en la era de la revolución industrial.
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