En el tiempo de los veleros y los descubrimientos, cuando la navegación se basaba en los principios de rumbo y fe, las tripulaciones temían, más que a las tormentas y tempestades, a la calma chicha. Más que el exceso de viento, el mar encrespado y el embate de las olas gigantescas en la débil estructura de las naves, los capitanes sufrían desvelo por la terrible carencia de vientos, cuando se atravesaba la Zona de Calmas Ecuatoriales. El mar como espejo, las velas mustias, calor sofocante y el agua que escasea en los barriles. La nave al garete con su timón muerto y el barómetro estático.
El humor de los tripulantes se agria, las miradas inculpadoras se dirigen a la oficialidad, aparece el primer caso de escorbuto, comienza el racionamiento del agua y los alimentos. El horizonte no acusa la presencia de nubosidad alguna. De los dos principios del título, sólo va quedando una fe cada vez más tambaleante. Todos han comprendido que cuando la nave está paralizada, no tiene rumbo. Se escuchan las primeras murmuraciones. –Si hubiésemos tomado un temprano rumbo sur, estaríamos navegando sin problemas. Otros aseguran que el norte habría sido una mejor respuesta. Unos comienzan a proponer que se debiera remar, otros opinan que el esfuerzo no serviría de nada y sólo haría más insoportable la sed.
La imagen me invoca a la realidad actual del conflicto. Parece haber cesado, momentáneamente, el oleaje y el crepitar de las velas. No hay que temer por los mástiles. Nos hemos dejado atrapar por la zona de las calmas. ¿Es eso verdad?
Creo que no, me parece ver una estrategia detrás, cuyos alcances no termino de apreciar. Pero, al revés de aquella nave que penetró la zona de calmas por error, todo indica que el capitán tomó un rumbo con la intención, justamente de alcanzarla. Cansado, tal vez, por la lucha contra la tormenta, ansioso por salir del oleaje, pensando, seguramente, en reparar algún mástil dañado y coser las velas rasgadas por el viento. En búsqueda de un tiempo de descanso para la tripulación. Vaya uno a saber qué ideas cruzan esa mente impenetrable.
Pero casualidad, error, confusión no se ve en las decisiones. Al momento de llamar a una mesa de diálogo lanza un discurso que la hace completamente inútil. Halaga a los estudiantes cuando está fuera del país y los fustiga cuando regresa. La represión se incrementa, ninguna palabra amable se ha escuchado. El diálogo nunca se inició. Sólo se limitó a una exposición un tanto repetida e impaciente de los planteamientos del gobierno. Nunca se vislumbró la más remota posibilidad de revisar conceptos, de escuchar, de ceder. Más bien, una actitud ambivalente y fluctuante entre la sorpresa y la impotencia. Y una pregunta que parece ingenua y es, en verdad, estupefacta. ¿Por qué habría yo de hacer los cambios que nunca prometí? ¿Por qué me exigen que actúe contra mis convicciones y atropelle la voluntad de mis adherentes?
Hay que conceder una cierta legitimidad a estas preguntas. Es cierto, en ninguna parte de su programa dice que hay que terminar con la educación como negocio, que hay que arrebatarla de las garras del mercado. Aunque poco sirva para encontrar un rumbo de salida, vale la pena preguntarse cómo llegamos a esta situación.
Una hipótesis: Llegamos donde estamos porque nos engañamos. Aunque de una parte existe una poderosa campaña publicitaria en torno a la palabra cambio que bien podría calificarse de engañosa, no somos inocentes de haber cedido a su invitación. La gente quería cambios porque el sistema la estaba asfixiando. Nunca se preguntó por la naturaleza de los cambios. Querían algo más de eficiencia en la batalla contra la delincuencia, un mayor control de la corrupción, y confiaban en que la persona capaz de amasar una enorme fortuna personal, también sabría hacerlo en nombre del país. A la vuelta de un año y medio, ha descubierto que la eficiencia ha bajado, la delincuencia, crecido, la corrupción sigue igual y la economía funciona sólo para algunos.
Entonces llega la juventud a contarnos su verdad. También, ingenuos y tampoco, inocentes. Su apatía, que afortunadamente pertenece al pasado, contribuyó de manera significativa a demostrarnos que el sistema político impuesto por la dictadura y que la Concertación no supo cambiar, nos llevó a tener gobernantes que no nos interpretan. Y a parlamentarios que tampoco lo hacen. Aquí todos tenemos responsabilidades. Unos, por mentir. Otros, por no tener los cojones para impulsar los cambios, y los demás, por refugiarse en una cómoda e irresponsable actitud de “no estar ni ahí”.
Hechas estas confesiones y superada la etapa de las inculpaciones, la pregunta es evidente: ¿cómo salimos de la calma chicha? No tenemos una respuesta clara, fácil y evidente. Sí podemos diseñar una serie de actitudes que nos permitan enfrentar los problemas que se avecinan.
– Mantener la unidad, la decisión y el compromiso por una educación gratuita y de calidad. Además de propulsar la discusión por el modelo político y los impuestos.
– Aceptar, cuando sea necesario y prudente, ciertos niveles de gradualidad y secuencia que nos permitan el desbloqueo. Es decir, tomar rumbos que nos saquen de la zona de calmas aunque no nos acerquen, por el momento, a nuestro destino.
– Tomar las medidas políticas que nos permitan, mediante las armas de la democracia, cambiar el desarrollo de los acontecimientos. Eso es, anticiparse a las vacilaciones, a la fe en una inscripción automática que a todas luces es, por lo menos, insegura cuando no, engañadora. Tomar el toro por las astas e inscribirse masiva y concientemente en los registros para que luego tengamos la fuerza electoral para imponerle a nuestros candidatos las exigencias que consideramos necesarias. Es decir, emplear el voto como un mecanismo para salir de la calma y retomar el rumbo del progreso. Más allá de los actuales partidos, a quienes tenemos que exigirles mayor participación y consecuencia. En pos de un programa y no de una persona.
Y luego, desplegar el velamen y avanzar a todo trapo.
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Foto: SoulSense / Licencia CC
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