En estos tiempos modernos podemos experimentar nuestras vidas en la presencia de una paradoja entre, por un lado, un paradigma antropocéntrico, y, por otro, la existencia humana en una separación o extrañamiento de la Naturaleza.
Por antropocéntricas se dicen aquellas doctrinas e ideologías de la época moderna cuya lógica o regla del pensar y actuar se da de modo que el conjunto de los fenómenos naturales se hace comprensible como dependiente de proyectos y finalidades humanas –la Naturaleza al servicio de la Cultura–. Antropocéntrico es juzgar los entes y criaturas de la Naturaleza no humana en su relación con propósitos humanos. Donde la experiencia de utilidad, recurso o servicio es determinante, de manera que estos propósitos suponen alguna relación de control. Pero no hay proyecto ni finalidad humana que no pase por la Naturaleza, que no la suponga, incluso como el propio cuerpo humano. Tener proyecto o finalidad es contar con la Naturaleza; es transformarla todo lo que se quiera, pero siempre a ella en sus más diversos elementos.
Y, al mismo tiempo, parece dársenos una separación y extrañamiento. Lo que une con fuerza la Naturaleza a la polis en las finalidades y utilidad, contiene en sí mismo un gesto de separación. Si todo en la Naturaleza podría estar hoy al servicio de una finalidad humana, eso es posible cuando la relación se objetiva de modo que lo humano se sitúa en un “fuera de” esa Naturaleza sobre la cual actúa.
La Cultura moderna entonces como vida y mundo diferenciados de la existencia natural. Se afirma un elemento que distingue la existencia humana. Este elemento es excluyente: lo humano, se dice, es de pensamiento, razón y voluntad (libertad), elementos que no comparte ninguna otra cosa de la Naturaleza. Lo humano significa una nota distintiva. Entonces esto humano se conoce primeramente en las acciones racionales y libres, con las cuales puede objetivar los procesos y causalidades naturales hasta el punto de ponerlas al servicio de la lógica de su acción.
Lo humano se nos da precisamente como libertad para concebir y realizar proyectos y finalidades, la facultad o poder para hacer dependientes de ellas a la Naturaleza de que se trate –-al conjunto de fenómenos sometidos a esa razón, conjunto cuya dinámica moderna se comprende en el movimiento de un “progreso” o acumulación histórica–.
De manera que el antropocentrismo moderno liga mientras somete tendencialmente toda la Naturaleza a las condiciones de la existencia humana, y donde la posesión de razón realiza un movimiento de exclusión de modo que la Naturaleza consiste, precisamente, de lo no humano. Lo humano entonces como lo que liga al mismo tiempo que extraña. Los resultados de esta paradoja se pueden percibir en las condiciones actuales críticas de habitación de lo humano en el planeta.
“Ecología” no dice solamente una ciencia moderna, un producto de la historia social del pensamiento de los últimos tiempos. Dice un tipo de experiencia nuestra de la Naturaleza. Lo que la ecología parece estar diciendo permanentemente es que aquella paradoja se convierte en un efecto de perturbación, de donde resulta una disrupción de los procesos de Naturaleza. Los ecosistemas son “destruidos” por la intervención de ciertas finalidades humanas.
El lazo antropocéntrico que une y somete, y el extrañamiento que permite la experiencia de elaborar en proyectos y fines, concluyen en la unión sobre la base de un sometimiento a una razón cuyas leyes son ajenas al resto de la totalidad que existe como Naturaleza. Paradoja llamamos esta unión en el extrañamiento.
El antropocentrismo, con su complemento paradojal de extrañamiento, parece estar demasiado ligado al eje de la civilización moderna como para ceder lugar al proyecto de las armonías ecológicas.
Por algunos siglos, el “progreso” justificó en general afirmar una veracidad para este modo de comunión. La locomotora, o sea, la energía natural sometida a la ecuación del vapor, ofreció una relación optimista de antropocentrismo y ciencia racional. Pero pasaron los años y ocurrió el develamiento ecológico. Aquí, que ese motor de hierro expulsa un elemento transformado que ahora se aparece como “contaminante”, y cuya acumulación constante y amplificada perturba los flujos naturales a su alrededor. Siguiendo la lógica antropocéntrica, ello se nos hace patente solamente cuando esos contaminantes llegan a afectar otros proyectos humanos –incluso el deseo de seguir viviendo–. La polis se ve, de pronto, literalmente cubierta de residuos de la combustión del carbón en esas locomotoras (y otros motores por millones).
La ecología, en especial, resulta una ciencia que habla de estos procesos. Parece una punta de lanza dentro del emplazamiento paradojal e íntimamente contradictorio de antropocentrismo y extrañamiento. Es entonces el mismo desarrollo del pensar científico el que delata la contradicción que supone la perturbación de los ecosistemas. Un pensar viene a oponerse a otro pensar; una libertad se choca con otra. Nosotros, en este siglo XXI, estamos en medio de este conflicto cultural.
La actitud ecologista aparece como un proyecto o finalidad que conflictúa la pura ciencia objetivadora. Está adquiriendo, poco a poco, la forma de un sentido común en las sociedades, o sea una reflexión de la experiencia colectiva y cotidiana. Una que choca contra otro sentido común moderno históricamente anterior: precisamente el devenir dominante del antropocentrismo. Estamos en algún lugar en medio de este fenómeno. El antropocentrismo, con su complemento paradojal de extrañamiento, parece estar demasiado ligado al eje de la civilización moderna como para ceder lugar al proyecto de las armonías ecológicas.
De pronto este conflicto se abre a tres posibilidades. Una donde la ciencia antropocéntrica se muestra ahora como proyecto con la capacidad de desarrollar las correcciones a esas perturbaciones –-y se producen las técnicas “verdes y limpias”–. Otra en la cual solamente la catástrofe social detiene los procesos de esta dominación contradictoria (por ejemplo, en el camino del calentamiento global). Y, finalmente, una en que la libertad, que también nos permite convertirnos en ecologistas, nos puede hacer tomar las decisiones para detener y transformar esta contradicción.
Biocentrismo puede llamarse el meollo de esta última decisión –que quizá mejor podemos llamar y practicar como ecocentrismo: poniendo la experiencia específicamente humana en la totalidad natural. Ello diría, por ejemplo, algo así como que no somos los únicos que poseemos consciencia; que nuestra voluntad/libertad es también una fuerza de la Naturaleza.
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