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Pesimistas supuestos antropológicos en que descansa el capitalismo

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El sistema capitalista  se funda en  la creencia que define al ser humano como un ser esencialmente egoísta, cuya conducta sólo puede responder a incentivos individuales y materiales relacionados con el dinero, poder y prestigio. Para Albert Hirschman este es un cuestionable supuesto de la economía clásica y neoclásica que ignora que las personas pueden actuar, y de hecho así lo hacen en muchos casos, por otros motivos relacionados con los valores de la solidaridad.

En este caso los agentes económicos subordinarían lo que los economistas llaman preferencias de primer orden a meta–preferencias que responden a valores que el mercado no es capaz de satisfacer. Otro supuesto cuestionado por Hirschman es el principio de la escasez de los recursos. No se considera que en el caso del ser humano, la capacidad de autoevaluación y discernimiento sobre las propias preferencias se acreciente en vez de agotarse mediante su uso. También se acrecienta mediante su uso el espíritu cívico en contraposición a los intereses egoístas. Si se considera esta crítica, también habría que estar dispuesto a aceptar dos tipos de tensiones: una al interior del ser humano entre las preferencias inducidas por el mercado y la posibilidad que éstas sean sometidas a una reflexión crítica. Esto obliga entonces también a distinguir entre acciones instrumentales destinadas a lograr resultados concretos y medibles y las acciones no instrumentales destinadas a expresar y a afirmar los valores en que se cree[1].

Son muchos los economistas que todavía siguen pensando que la “sociedad buena” sólo depende del interés individual, como sostenía Adam Smith, o de las “fuerzas humanas más fuertes”, como argüía Alfred Marshall. Esto es creer que el orden social está más seguro cuando se construye sobre el interés que cuando se construye sobre la solidaridad. Cuando se iguala el valor del espíritu cívico a la noción de recurso escaso, es evidente que es necesario economizarlo. Esta analogía no es solamente inadecuada, sino que también “absurda” y “cómica”. Por eso se insiste tanto en la importancia de los incentivos económicos y se asimila el comportamiento político al comportamiento del mercado y se continúa insistiendo en la importancia de los incentivos para regular no solamente el sistema económico, sino también para el establecimiento de normas en otras áreas de la vida social como el comportamiento criminal y el cuidado del medio ambiente. En el primer caso el aumento de la penalidad se considera como un alto costo que disuadiría la comisión del delito. En el segundo, el aumento de los gravámenes a la contaminación conduciría a un mejor cuidado del medio ambiente. En suma, la vida individual y la vida colectiva, sólo responderían a motivaciones materiales.

Para autores como Rawls y Habermas la solidaridad sería una manifestación de un sentido de la justicia que pueden desarrollar todos los seres  humanos en cuanto racionales y libres y se expresaría en la obligación  de ayudar a los grupos más desventajados de la sociedad mediante la observancia de los principios de la justicia distributiva.

Distinto es decir que el mercado se ha encargado de fomentar una cultura individualista y privatizadora cuyo propósito es desincentivar la discusión política y erigir la conciencia tecnocrática como sustituto de la conciencia política y moral. Los economistas señalan que existe una teoría científica y una teoría normativa. Concordamos en que una describe y explica y la otra nos dice para qué es la economía. Pero, cuando se apela a la primera para sostener que el deber ser no es realizable, incurrimos en una acción ideológica si nos valemos de argumentos presuntamente científicos, no validados por la evidencia conocida. Habermas distingue la acción social comunicativa de la acción estratégica. La acción social comunicativa está orientada a la búsqueda del entendimiento y la actitud básica de los actores es actuar en conformidad a las normas surgidas del consenso. Estas se consideran válidas en virtud de su rectitud. La orientación de la acción estratégica, en cambio, no es la búsqueda del entendimiento porque su objetivo persigue imponerse a los otros para mantener sistemas de dominación económica y política. Este tipo de acción se considera válida en la medida que sea eficaz. Puede presentarse en dos formas: la abierta o la encubierta (o latente o solapada). La acción estratégica abierta se refiere a la imposición de la voluntad de dominio de una manera explícita. La acción estratégica encubierta, puede consistir en una acción estratégica manipuladora o en una acción sistemáticamente distorsionada. En estos dos casos la acción estratégica asume la forma de una ideología. En la acción manipuladora, el manipulador engaña por lo menos a uno de los participantes sobre su propia actitud, actuando deliberadamente de un modo pseudo-consensual. Se conduce orientándose hacia el logro de sus particulares propósitos, pero hace creer a los demás que también persigue un entendimiento La comunicación sistemáticamente distorsionada se considera una “patología de la comunicación”. Esta acción es el efecto de una confusión entre acciones orientadas al entendimiento y acciones orientadas al éxito. En tales casos por lo menos uno de los participantes se engaña a sí mismo al no darse cuenta de que está actuando en una actitud orientada al éxito y sólo manteniendo una apariencia de acción comunicativa consensual.

Son muchos los economistas que todavía siguen pensando que la “sociedad buena” sólo depende del interés individual, como sostenía Adam Smith, o de las “fuerzas humanas más fuertes”, como argüía Alfred Marshall. Esto es creer que el orden social está más seguro cuando se construye sobre el interés que cuando se construye sobre la solidaridad.

Se actúa ideológicamente cuando  nos oponemos al cambio alegando que “la teoría” nos enseña que cada vez que interviene el Estado,  en vez de disminuir la pobreza, la aumentaremos, que lo que queremos no lo lograremos y que  pondremos en peligro lo conseguido con tanto sacrificio. Estas son la tesis de la de la perversidad  futilidad y riesgo reconocidas por Hirshman en la oposición a la revolución Francesa, la extensión del sufragio universal y el Estado de Bienestar.

[1] Hirschman, A., “En contra de la parsimonia: tres formas fáciles para complicar algunas categorías del discurso económico” en Colección Estudios Cieplan, núm. 19, junio de 1986.

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