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Meritocracia y desigualdad

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El libro de Daniel Markovitz titulado The Meritocracy Trap[1] resalta la forma en que la meritocracia se ha desarrollado en Estados Unidos, pero su alcance puede entenderse como más universal y, por lo tanto, también de gran valor para comprenderla en nuestra propia realidad chilena. El subtítulo de este libro dice “cómo el mito fundacional de América nutre la desigualdad, desmantela la clase media y devora la elite».

Estas características pueden ser resumidas en las siguientes tesis:


Es la misma estructura meritocrática la raíz de las desigualdades tóxicas que causan la desafección y la discordia. La verdad es que la meritocracia no es más que una virtud y un ídolo falso.

Primero. Fundamento de la auto imagen y religión civil de sociedades avanzadas. De acuerdo al ideal meritocrático, todas las “personas decentes” concuerdan en que las ventajas obtenidas en ingresos y estatus social deberían lograrse por las habilidades y el esfuerzo, y no más por los privilegios heredados de una situación de “casta” ocupada en la sociedad por nuestras familias. Este ideal meritocrático es el fundamento de la auto imagen de nuestra época. Es el “principio básico de la religión civil de todas las sociedades avanzadas”[2].

Segundo. Las falsas promesas de la meritocracia. La meritocracia promete que todos tendríamos iguales oportunidades de acceder al goce de los beneficios económicos y sociales que recompensarían los enormes sacrificios del trabajo duro, constante y disciplinado. Sin embargo, ésta es una falsa promesa, porque todas las personas no poseen las condiciones que aseguran la mentada igualdad de oportunidades. La igualdad de oportunidades prometida se lograría por medio de la apertura de una elite hereditaria a nuevos miembros solamente armados con sus propios talentos y ambiciones. Además, la meritocracia promete armonizar las ventajas privadas con el interés público, insistiendo en que la riqueza y el estatus deben ser ganados solamente mediante los logros individuales.

Estas promesas pretenden unir a toda la sociedad en la creencia de que el trabajo duro y las destrezas merecen ser premiadas. Sin embargo, la meritocracia no pone en práctica las promesas que declara. Hoy día los niños de la clase media no consiguen alcanzar en la escuela a los hijos de padres ricos. Tampoco la clase media adulta consigue alcanzar en el trabajo a las elites graduadas en las universidades más prestigiosas y de alta calidad. De esta forma la meritocracia bloquea las oportunidades de progreso de la clase media. Pese a lo anterior, la meritocracia culpa a todos los perdedores de la competencia por más ingresos y mejor estatus. Pero aún cuando todos jueguen con las mismas reglas, solamente los ricos son los ganadores.

Tercero: la meritocracia no solamente daña a la clase media, sino también a la misma elite. La escolarización de la meritocracia requiere de parientes muy ricos capaces de invertir miles de horas y millones de dólares para obtener educación de elite para sus niños. En ese sentido, se evidencia un incremento masivo en la inversión que los hogares ricos hacen en la educación de sus hijos en relación con la misma inversión que hace la clase media. La inversión hecha por esta clase no ha subido con relación a la inversión hecha por los hogares pobres. Existe una estrecha correlación entre el gasto y el ingreso. El orden relativamente estable existente alrededor de la mitad del siglo pasado en el que las principales desigualdades se concentraban entre la clase media y los pobres da lugar a comienzos de la década de 1980 a un nuevo orden en el cual los niveles de más altos ingresos se separan de los ingresos de la clase media y los ingresos de la clase media y de los más pobres tienden a converger[3].

Más aún, los trabajos que consigue la meritocracia suponen una ansiosa disposición de los adultos para trabajar con una intensidad agotante, inmisericorde y prolongada para poder obtener el ingreso y estatus consistente con todas las inversiones hechas en su educación de alta calidad

Al respecto, Markovitz afirma que hoy el 60% de los trabajadores estadounidenses de menores ingresos trabajan 10 horas menos por semana que las horas que trabajaban en 1940, esto es una reducción de cerca de un 20%. Mientras tanto, los trabajadores ubicados en el 30% de la distribución del ingreso han trabajado efectivamente las mismas horas que en 1940. En cambio, los trabajadores situados en la cima de la distribución han aumentado sus horas de trabajo al mismo tiempo que sus ingresos. El 1% situado en la cima de la distribución del ingreso aumentó en cerca de 7 horas su tiempo de trabajo semanal, lo que es mucho más de lo que se puede comprobar en los sectores de menores ingresos[4].

Las tasas de los ingresos de los grupos pobres también han decrecido en cerca de 22,5% a un 12%. Junto con ello, la tasa de consumo de los sectores pobres ha decrecido de cerca de 31% a 5%. Por el contrario, el 1% más rico ha doblado su participación en las ventajas económicas desde 1960 a la fecha, lo cual refleja un incremento absoluto de cerca de 10% a un 20%[5].

Por otra parte, el 1% más rico en comparación con la clase media definida como el percentil 50 ha aumentado. Los ricos son cada vez más ricos dejando a la clase media muy por detrás de ellos. La clase de ingresos medios percibe hoy menos ingresos que lo que percibía durante la mitad del siglo pasado, acercándose de esta forma a los grupos más pobres[6]. Esto denota que ha habido solamente un decrecimiento modesto en la desigualdad en los grupos ubicados entre el séptimo y décimo lugar en la distribución del ingreso. Otro dato que resalta es que la desigualdad entre los ricos hoy excede la desigualdad existente en toda la economía de Estados Unidos[7].

Cuarto. La meritocracia divide la elite de la clase media. La meritocracia consigue que la elite y las clases medias -resentidas con el establishment que les niega las oportunidades que les promete-, se enreden en un remolino de recriminaciones, falta de respeto y disfunciones. El carisma que despierta la meritocracia obnubila todos estos daños. Aún los más enconados críticos que acusan la meritoracia por solo pretender premiar sus propios logros, sostienen al mismo tiempo que solo los malos jugadores no consiguen honrar en la práctica los ideales meritocráticos. Cuando hacen esto, ellos mismos reafirman a la meritocracia que dicen criticar por sus actos corruptos.

En los hechos, sin embargo, no son los defectos personales de algunos individuos los que causan la desafección y la discordia que hoy día pesan de una manera sobresaliente la vida de los estadounidenses. Es la misma estructura meritocrática la raíz de las desigualdades tóxicas que causan la desafección y la discordia. La verdad es que la meritocracia no es más que una virtud y un ídolo falso.

La meritocracia que comienza a desarrollarse a mediados del siglo pasado, la cual podría considerarse como benevolente y justa, ahora se ha transformado precisamente en la casta aristocrática que ella se había propuesto destruir. Las jerarquías aristocráticas eran malignas y ofensivas, por obtener su estatus mediante la herencia y un abuso inmerecido de los privilegios de la antigua elite. La meritocracia sería justa y benevolente. Los méritos ganados a través del trabajo prometen transformar la antigua elite en un sujeto comprometido con la prosperidad de toda la sociedad y la democracia. De esta forma, ellos redimen la misma idea del valor de las jerarquías. Así ellos reconcilian la jerarquía meritocrática con los imperativos morales de una vida democrática.

Contrariamente a este discurso la meritocracia es hoy un mecanismo que asegura la concentración y la transmisión dinástica de la riqueza y el privilegio entre generaciones, nutriendo así el rencor y la división. La meritocracia es ahora la nueva aristocracia.

Quinto. De la fascinación con la meritocracia y creciente crítica de sus falsas promesas. Las falsas promesas son proclamadas incesantemente una y otra vez en los variados ceremoniales de gala académicos y empresariales llegando a convertirse en una especie de himno y libro sagrado que canta y recita con bombos y platillos los talentos excepcionales de las elites meritocráticas. La meritocracia posee un carisma poderoso. Su brillo cautiva la imaginación y la mirada de todos los ciudadanos de nuestra era. Esto facilita la supresión de los juicios críticos y sofoca los intentos por reformar el sistema.

El avance de los logros meritocráticos que imponen una jerarquía opresiva no era conocido en las generaciones pasadas. Una meritocracia sin precedentes monopoliza hoy no solamente el ingreso, la riqueza y el poder, sino que también las competencias necesarias para impulsar el desarrollo económico, el honor público y la estimación privada.

En la misma medida en que crece la desigualdad meritocrática, su proclamada moral falla en el cumplimiento de sus promesas y su retórica comienza a perder el poder que antes detentaba. La fascinación que antes despertó la meritocracia por sus valores proclamados empieza a deteriorarse y se empieza a generar una crítica contra sus falsos dogmas. El descontento con la desigualdad meritocrática provee un campo fértil para el desarrollo de una crítica a las ideas que ella sustenta. La idea crítica más importante es “la idea que la aflicción que domina la vida americana no es causada por una que ella habría tenido” para quienes se benefician con ella[8].

Sexto. El descontento de los millennials con la meritocracia y sus sufrimientos. La meritocracia necesita transmitir los privilegios de casta obtenidos a sus hijos para reconstruir los privilegios mediante sus propios logros. Los hijos de padres ricos dedican sus días a absorber la educación requerida casi los dos tercios de su vida: se inicia con el nacimiento y se extiende hasta la adultez. Estos hijos de ricos se benefician ciertamente desde un punto de vista económico de la educación obtenida a tan alto costo, pero también sufren la intensidad y la rudeza de sus esfuerzos, característica irreconocible en la clase media de mediados del siglo pasado. Considérese por ejemplo que la constitución de los Estados Unidos exige como un mínimo de edad tener 35 años para ser presidente. Hoy un meritócrata de 35 años todavía puede estar fácilmente estudiando[9]. Las elites demandan tantas exigencias que aún aquellos que hoy están en la cima de todas las clases sociales se rebelan contra el intenso y competitivo entrenamiento que se les imponen. La generación de los millennials reconoce claramente este enorme peso. Ellos no se quiebran por estas demandas, pero sobrellevarlas los deja exhaustos y tensos.

Markovitz sostiene que sus estudiantes en la Universidad de Yale, que son “verdaderas postales de los hijos de la democracia”, están sobrecargados y confundidos por una bendición aparente. Ellos buscan sentido a sus vidas y consideran su educación con desconfianza, que los lleva hasta la desesperación. Además, muchos de ellos reconocen su sobrerrepresentación en los colegios de elite, y de una manera indudable dudan hasta qué extremo ellos son merecedores de esas ventajas. Estos estudiantes son “entrenados, taladrados, formados y empaquetados […] y ellos desprecian esta manipulación para lograr las ventajas hasta llegar a burlarse de ellos mismos por su complicidad en estos hechos. Ellos están literalmente consumidos por una ansiedad colectiva que los llena de miedo ante la eventualidad de no poder conseguir las metas que el sistema les ha dictado. Ellos dudan de sus logros pasados y están muy preocupados por el futuro. “Las elites meritocráticas temen […] que la meritocracia no promoverá un verdadero florecimiento de tal forma de que ellos podrán ser ricos, pero no estar bien”[10].

Séptimo. Al perjuicio hay que sumar el insulto. La meritocracia hace redundante el trabajo de la clase media y desprecia una supuesta falta de interés en el trabajo por parte de esta última. La clase media que construyó la América de la mitad del siglo pasado es ahora considerada una clase baja, privada no solamente de su valor económico, sino que también de toda virtud y posición social. De esta forma, no solamente se ataca “el bolsillo, sino también el corazón y las mentes”, insultándolos por su incapacidad de conseguir avanzar en la sociedad. Este fracaso sería un fracaso individual llegando incluso a declararlas una nueva forma del semiproletariado.

Cuando la clase media pierde, no solamente pierde su trabajo y los ingresos correspondientes, sino que también aumentan las tasas de divorcio, las tasas de fertilidad caen y las tasas de mortalidad suben. Las tasas de mortalidad revelan que la meritocracia esconde los daños psíquicos con una increíble dureza. Las tasas de mortalidad no tienen precedentes. Sólo las guerras prolongadas, el colapso económico y las enfermedades epidémicas pueden causar en tiempos ordinarios tan altas tasas de mortalidad. Este fenómeno ocurre en medio de una clase media que consume más, pero sobrelleva un peso laboral menor que en la historia previa de América. La clase media está muriendo sin existir ninguna razón material que lo explique. La clase media está muriendo por un daño que también se infligen ellos mismos, ya que somatizan el insulto elaborado por la meritocracia para justificar su exclusión. Hoy día se reconocen numerosos casos de consumo de opiáceos, suicidios, sobredosis de drogas y abuso del alcohol. Estos hechos se han incrementado entre 3 y 5 veces más rápido entre los menos educados[11].

[1] Markovitz, Daniel, The Meritocracy Trap. How America’s Foundation Myth Feeds Inequality, Dismantles the Middle Class, and Devours the Elite, Nueva York: Penguin Press, 2019

[2] Ibíd., p. IX

[3] Ibid., Figure 5. Ratios of Education Expenditures by Income and Education 1984-2012.

[4] Ibid., Figure 1. Average Hours Worked per Week by Income Rank (Ten-Year Moving Average).

[5] Ibid., Figure 2. Income Poverty, Consumption Poverty and The Income Share of the Top 1 percent. 1960-2015.

[6] Ibíd., Figure 3. Ratios of Representatives High, and Low Income over time.1962- 2014.

[7] Ibíd., Figure 4. U. S. Top End, and Full Gini Coefficiente s over Time.1964-2016.

[8] Ibid., p. XIII.

[9] Ibid., p. XV.

[10] Ibid., pp. XV-XVI.

[11] Ibid., pp. 30-31.

TAGS: #Desigualdad meritocracia

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Comentarios

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Gonzalo vicuña

28 de marzo

Hola, le aviso no sé si se ha dado cuenta que en Chile la meritocracia es una quimera, es algo que existe en el aire como un olor evanescente y efímero. En Chile creo que hay un leve desarrollo de la meritocracia, pero es mínimo y arbitrario; como dicen los economistas, no es estadísticamente significativo.
Está en lo cierto, los conceptos de Markovitz, analizando la forma en que la meritocracia se ha desarrollado en Estados Unidos, es inaplicable en nuestro país.

11 de abril

Gracias por tu comentario. Efectivamente, en Estados Unidos no resultaron las promesas de la meritocracia. Pienso que en Chile también hemos observado lo mismo.

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