Tuve que releer para atreverme. Buscar el gesto adecuado para no sucumbir al calcetineo. Es difícil –me doy cuenta ahora que boceteo- dictar la admiración. Teclear el respeto por el que según tú, según uno mismo es el mejor. ¿Cómo escribo de Pedro Lemebel?, pienso (porque no puedo callarme ante su muerte). ¿Desde dónde agarro a ese pájaro ingobernable? ¿Hasta dónde alcanzan las palabras para no caer en el babeo envidioso que me provocaban sus crónicas?
No lo conocí, es decir, lo vi muchas, infinitas veces, siempre de tacones, boa roja y en actitud como de espera a la provocación para lanzar el cuchillo. Pero nunca crucé más palabras que un «hola». Una vez lo vi discutir en una vigilia de la agrupación de familiares de detenidos desaparecidos, porque un cabro de la Jota le dijo «compañero». Nunca supe bien el porqué de la reacción, o más bien, creo que siempre supe porqué la reacción, pero en esos años yo también era un jotoso obediente y supuse que debía pasar por alto el altercado para no dividir la militancia. Pero con ese tipo de fotos mentales no puedo referir un personaje de la estatura de Lemebel.
Tampoco oí su programa en la radio Tierra, creo que por la época en que se emitía estaba más pendiente de otras cosas. Para mí la estatura, la magnitud de Lemebel es literaria. Puede que me equivoque, puede que esté errado, que el yegüismo apocalíptico sea la mejor versión de él, pero a mí los ojos me cambiaron con sus crónicas, esa versión panfleta de la literatura.
Y pienso entonces, ahora muerto Pedro Lemebel, en la crónica. En la canción escrita a diario. En el inventar de forma permanente y eterna la manera de agrupar las palabras para que digan algo y provoquen aquello para lo que está hecha la literatura, que son varias cosas, pero que pueden resumirse en una sola; para abrir con un tajo la cabeza y permitir que el cerebro explore un poco más allá de lo conocido. Pienso en esto. Pienso en el cronista gritándonos los derechos de pensar distinto, de vestir distinto, de culear distinto, de amar distinto. Pienso en los espacios de difusión, en la diferencia de los tamaños y los usos. En el papel horrible donde leía a Pedro Lemebel que me dejaban las manos entintadas. Claro, ese papel en los hechos no era tan ajeno a él, esas hojas como de mimeógrafo clandestino parecían ser parte de una misma performance, para escribir de marginalidad, hay que vivir la marginalidad, parecía ser la apuesta. Aunque capaz que no sea así y esto me lo invento solo para enfatizar la hermandad marginal que me unía a él. Porque los extramuros santiaguinos son una marca en la cara, algo que se nos ve en los ojos, algo que se deja ver en cada maldición que uno grita a diario. En ese escenario real es donde Lemebel parece hablarme. Es ahí donde lo reconozco. Es ahí donde lo admiro profunda y envidiosamente.
La letra rabiosa se pierde y ella que arrancaba del sida, termina pillada por un cáncer. En ese cáncer se va la inmensidad de Pedro Lemebel, se cierra el surco de su florida trinchera y se acalla la letra sangrosa, rabieta y marginal.
Y cómo no pensar en la cojera de la crónica ahora que ya lo enterraron. Como no pensar en ese género mirado en menos por la narratividad mediocre de este pedazo de tierra. La orfandad del relato cotidiano. Porque la cotidianidad no es solo relatar lo que se cocina y se come a diario, sino que también es el sueño diario, la esperanza, la lucha diaria. El relato de frente, con nombre y apellido en el dedo acusatorio. La letra rabiosa se pierde y ella que arrancaba del sida, termina pillada por un cáncer. En ese cáncer se va la inmensidad de Pedro Lemebel, se cierra el surco de su florida trinchera y se acalla la letra sangrosa, rabieta y marginal. Habrá que decir adiós a la hombría aprendida en la noche detrás de un poste, adiós a las cicatrices de risas en la espalda y una bienvenida a todos los niños que nacerán con una alita rota esperanzados en volar por un pedazo de cielo rojo.
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