Después de los excesos y contradicciones a las que han conducido los diferentes y entusiastas humanismos que caracterizan la Modernidad, tanto ilustrada como tardía, el pensamiento contemporáneo ha caído en un pesimismo respecto a las potencialidades emancipadoras y humanizadoras de la racionalidad autónoma y crítica que ha caracterizado la época. Este pesimismo reniega del ser humano como valor y como ideal abriendo el camino entonces a un tiempo que se denomina antihumanista o posthumano.
Es consideración muy general que la historia de las culturas viene tejida por hilos con una urdimbre de signos positivos y signos negativos. Y que ellos se entrecruzan. Así, los humanos podemos considerarnos seres paradójicos: la contradicción aparece, de pronto, como inherente “a nuestra naturaleza”, escribe el mexicano Ricardo Rivas, Franciscanum 172, Vol. LXI (2019). La acción humana se muestra, por todos lados, constituida de mundos ambivalentes.
En la tradición occidental, y de manera paradigmática, hemos podido testimoniar sucesivos logros emancipatorios (“civilizatorios”) junto a diversas formas de alienación y barbarie. Es en este mundo donde encontramos una pronunciada tradición humanista reforzada por un pensamiento crítico de marcado valor antropocéntrico. En cierta forma, ella se ha constituido no solamente como un movimiento filosófico, sino como un rasgo que ha indicado las dimensiones de sentido de toda una cultura.
Desde el pensamiento griego antiguo, y característicamente con Sócrates, dice Rivas, se pone el germen de una pregunta reflexiva por el ente humano, y de un principio de autonomía de la razón que deriva en un tipo de humanismo centrado o fundado en lo humano como valor. Se puede observar, añade, que aquello griego trasunta una disposición que pone al pensamiento en el camino de la eudaimonìa o eutimia –el estado de ánimo tranquilo-, de modo que la actividad racional aparece destinada para alcanzar la vida buena o la felicidad en la polis como modelo de orden del cosmos.
Mucho más tarde, en una Europa que se torna posmedieval, otra vertiente toma cuerpo junto al proceso de secularización que resulta del “giro antropológico” del Renacimiento, que servirá de plataforma para el despegue del humanismo moderno. Es en la confluencia de estas tradiciones donde se hace evidente el énfasis antropocéntrico –y en positivo- que recorre Occidente, traspasando oscuros episodios de inhumanidad, hasta llegar a la muy celebrada Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.
Pero el antropocentrismo griego –ya en Heráclito, manifiesta un pensamiento de lo humano con un sentido de la limitación: el ordenamiento del microcosmos humano (lo “particular”) según el orden de la physis (lo “común”):
“Por ello es necesario seguir lo que es común, pues lo común es lo que une. Pero, aunque el logos es común, la mayoría vive como si cada cual tuviera una inteligencia particular” (Fragmentos de Diels Kranz no. 22)
Las facultades individuales (de razón e “individuación”) se deben supeditar a un logos común. Entonces a una antropología fundada en una jerarquía superior que constituye ese mismo logos. Logos en tanto physis, el modo del cosmos.
Existe cierto consenso para admitir que en Occidente el humanismo epocal fue un resultado de la decadencia de la escolástica medieval, y la concepción celestial y escatológica -de los tiempos finales en la divinidad- como se vivía ese mundo. En especial fueron “humanistas” quienes se dedicaban a los studia humanitatis, en oposición a los studia ecclesiasticis, los que revalorizaban lo humano y su dignidad en la influencia directa de un mundo grecorromano del pasado que, sin embargo, se experimentaba lleno de futuro. El “giro antropológico” de ese presente buscaba en un pasado otros fundamentos de un proyecto de existencia.
Desde el pensamiento griego antiguo, y característicamente con Sócrates, dice Rivas, se pone el germen de una pregunta reflexiva por el ente humano, y de un principio de autonomía de la razón que deriva en un tipo de humanismo centrado o fundado en lo humano como valor.
Renacimiento significa redescubrimiento del interés por lo humano, nuestros sentimientos, fuerzas intelectuales, pasiones y sentimientos estéticos. Significa una disposición afectiva de exaltación, de admiración, que pone en el plano privilegiado y optimista de la reflexión la excelencia de la figura humana. Lo medieval representa, entonces, para ellos, una disposición pesimista. Otro elemento destacado respecto de la tradición medieval aparece como exaltación del libre ejercicio de la autonomía del poder del juicio, lo que separa de uno de los principales baluartes del pensamiento cristiano medieval: la fidelidad a la tradición de la autoridad eclesiástica de las interpretaciones.
La cuestión crucial del libre albedrío, muy complicada y disputada en el pensamiento cristiano anterior –un eje, como era, para la posibilidad de enjuiciamiento divino de los actos humanos- se transforma ahora, de modo que ya no se constituye como observancia de una metafísica trascendente a lo humano. Emergen aquí las formas ya modernas del quehacer antropocéntrico de la acción como cuestiòn “ètico-política”, como formas de la autodeterminación antropológica.
El ser humano es el más afortunado de los seres –dice el entusiasmado Pico Della Mirandola en su Discurso sobre la dignidad del hombre (siglo XV)-, pues en él se trata de una “naturaleza indefinida” que ha de ser determinada en función de una libertad que se constituye en el más precioso don de la divinidad.
Lo que sufre notablemente en este proceso es lo que podemos llamar disolución del “principio de autoridad”. Las cuestiones de la autoridad cultural y social en el mundo profano y de la estructura de legitimidad de la jerarquía eclesiástica medieval, significan una paulatina pero profunda revisión de los fundamentos de poder civil y político. La autodeterminación humana por el libre albedrío desembocó en una nueva manera de comprender la política y las relaciones tanto sociales como económicas –que fluían entonces como liberación y crecimiento del comercio mediterráneo; la navegación de ultramar y el “descubrimiento del nuevo mundo”-.
La cuidad –mundanizada- se reconfigura desde lo proyectado y decidido por los miembros de la polis, con un reemplazo de los absolutismos medievales que conducirán a los Estados absolutistas y al racionalismo modernos. Ambos deberán confrontarse con la cuestión del lìmite de las posibilidades.
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