La vida de un migrante es dura, es triste y desgarradora. No es asunto de salir a buscar fortuna sino la dolorosa necesidad de hacer con tu vida lo que no puedes hacer en tu tierra natal, o el impulso que te da el miedo a morir torturado, o la impotencia de tener que callar lo que piensas. Son miles de razones, pero tomar tus pocas pertenencias y lanzarte a lo desconocido es, sin lugar a dudas, un acto de coraje.
Cuando Venezuela crecía como nunca nadie imaginó, se abrieron las puertas a la inmigración. Portugueses y Gallegos fueron inicialmente al agro, pero al no encontrar oportunidades se estacionaron en las ciudades y montaron con esfuerzo panaderías y otros comercios. La construcción de la siderúrgica SIDOR llevó a miles de familias chilenas a trabajar allí como obreros, supervisores y gerentes aplicando los enormes conocimientos y experiencias adquiridas en Huachipato. El inestable gobierno de Allende hizo que mucha clase media se fuese a Venezuela buscando oportunidades y el posterior período de la dictadura de Pinochet fue instancia para que Venezuela abriera los brazos a perseguidos y fugitivos que veían su vida en peligro. Casi cien mil chilenos encontraron amparo y oportunidades en Venezuela, pero sea cual fuese la razón de emigrar, nunca se les cuestionó la razón por la que habían llegado allí. Sencillamente se les recibió y se les respetó. En mi humilde opinión, deben ser unos trescientos mil los hijos de chilenos nacidos en Venezuela en cincuenta años. Yo aporté tres.
Un migrante viaja, como decía Machado, ligero de equipaje. Cuando un desalmado quema un retrato de familia, la chaqueta de tu abuelo, el gorro de lana que tejió mamá o los pocos pañales que pudiste comprar para tu recién nacido, no está destruyendo tus posesiones materiales, está consumiendo en llamas un pedazo de tu historia, de tus sentimientos y de tu orgullo. ¿Cuándo nos transformamos en seres despreciables, inhumanos y crueles? ¿Cuándo la discusión sobre si la responsabilidad es de Piñera o de Bachelet se transformó en algo más importante que la vida misma, que el honor y el sacrificio de esas personas? ¿Cuándo se nos olvidó nuestra propia historia?
Las fotos de los delincuentes que amenazaron, insultaron y quemaron deberían ser públicas, para que el mundo vea lo que no es posible tolerar y que es necesario castigar.
Son casi seis millones de migrantes venezolanos que con distintos recursos y con distinta suerte cruzaron la frontera. Algunos en avión, otros caminando, pero todos arrastrando maletas de miedo, incertidumbre y hambre, todos con el sueño de la oportunidad, con la foto de los hijos dejados atrás pegada del alma y la promesa de volver cuando los que se robaron ese país deban devolverlo a sus verdaderos dueños. Ni nosotros desde la seguridad de nuestros hogares ni los desalmados que los obligaron a irse sabemos lo que se sufre al migrar. He recibido en mi casa a los hijos de mis amigos, he escuchado las experiencias de cruzar caminando por la frontera colombiana a merced de traficantes, ladrones y violadores, he recibido gente que llegó igual que yo lo hice, con dos centavos en el bolsillo, he ayudado a arrendar viviendas y a presentar curriculums, he dado trabajo a algunos, pero todo lo que un civil como yo pueda hacer es sólo una gota en el mar. Me pregunto donde está el plan, me pregunto donde están las bolsas de trabajo para inmigrantes, donde están los orientadores que les dicen que un trabajo en el agro de la séptima región les puede servir de inicio, pero que jamás identificarán por sí solos si no se les ayuda. Me pregunto donde se nos fue el corazón, donde se nos olvidó eso de que y verás cómo quieren en Chile, me pregunto si el discurso despreciable de los que buscan culpables y no soluciones se sostendrá cuando lleguen a ser gobierno, me pregunto si los funcionarios del gobierno actual lograrán avanzar la velocidad del reloj para que este problema sea pronto traspasado a otros.
Casi cien mil chilenos encontraron amparo y oportunidades en Venezuela, pero sea cual fuese la razón de emigrar, nunca se les cuestionó la razón por la que habían llegado allí
Incapaces del planeta Chile, debo decirles que el mundo no se acaba en la frontera terrestre, que las culpas y los desaciertos se terminan pagando, que el mundo gira y el daño se nos devuelve. Seguramente habrán diputados, senadores, ministros y alcaldes sacando cuentas de cómo proponer alguna solución siempre que les dé retorno político, cómo quedar bien con Dios y con el diablo. Seguramente habrán desalmados que quemaron colchones y carpas buscando justificaciones a su accionar deplorable. Que tristes debe ser saberse un inútil y tratar de ocultarlo.
En veinte años más tendremos ministros de origen sirio, seleccionados de fútbol de padres colombianos y gerentes de corporaciones cuyos padres venezolanos caminaron la sierra colombiana y el desierto chileno para llegar acá. ¿Van a esperar a eso para reconocer que no hicieron nada?
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