Según Federico Engels, “El ser humano es aquella parte de la Naturaleza donde la Naturaleza cobra conciencia de sí misma”. Desde que surgió el concepto de “ética medioambiental” han pasado 80 años y los datos estadísticos no han cambiado, pero el discurso sigue siendo el mismo. Nuestros hábitos desde lo individual han sido modificados, hemos incorporado a nuestro lenguaje habitual, por ejemplo, palabras tales como ecosistema, medioambiente, ecología o reciclaje. No obstante, este cambio no ha tenido su correlato en el actuar colectivo.
Somos parte de un gran engranaje, y cada uno de nosotros es responsable de que su funcionamiento sea adecuado y armónico. La desidia, la inacción, el desinterés, la avaricia o simplemente el pensamiento soberbio de autosuficiencia generan desequilibrios cuya consecuencia se traduce en definitiva en que la mayor parte de la población del planeta sólo sobrevive.En definitiva, el individuo asume su responsabilidad de ciudadano, cumpliendo con su deber de trabajar por el bien común.
Así, entonces, se hacer urgente internalizar de una vez, que el actuar individual se debe entender como parte de un accionar colectivo, consiente y organizado. En definitiva, el individuo asume su responsabilidad de ciudadano, cumpliendo con su deber de trabajar por el bien común. Hoy podemos constatar que existe una disminución constante del ozono en la atmósfera, la contaminación océano es descontrolada, hay calentamiento global y especies extintas; en resumen, un daño medioambiental irreversible en muchos sus aspectos.
El desastre medioambiental al que nos enfrentamos y que, de manera vergonzosa, estamos heredando a las futuras generaciones, es producto de una estructura socioeconómica y de poder; a estas de alturas de la historia ya globalizada, que se traduce en situación mundial del todo inaceptable y desproporcionada en que los ricos cada día se hacen más ricos, en tanto que los pobres son cada día más pobres y luchan por su supervivencia, no se ha entendido que el cuidado del medio ambiente es en definitiva el cuidado del ser humano. Este sistema económico no es viable, como tampoco lo es este modelo de civilización decadente, consecuencia en gran medida al antropocentrismo desmesurado y la presente mirada economicista.
Los grandes grupos económicos del planeta no están dispuestos a asumir los costos de mejorar el medio ambiente, dado que nos les es posible apropiarse de sus beneficios. Tampoco existe un precio que regule la escasez de medio ambiente, lo que contribuye a evidenciar más las deficiencias de este modelo económico.
Así las cosas, sigue siendo “rentable” desforestar el Amazonas o los bosques del sur de nuestro país, y reemplazar las especies nativas por eucaliptus y pinos en el sur sabiendo que dichas especies secan las napas subterráneas y acidifican la tierra respectivamente (especies por cierto altamente inflamables), o permitir la pesca de arrastre de las grandes industrias pesqueras. En fin, la lista es interminable.
La tierra ha sido considerada sólo como instrumento de producción natural. La naturaleza se transforma en puro objeto para el hombre, en pura cosa de utilidad, y deja de ser reconocida como potencia para sí. A pesar de los avances de la ciencia, en lo que se refiere a los estudios de la naturaleza, estos no han sido utilizados en función de su protección ni en su cuidado, sino más bien para someterla como objeto de consumo o medio de producción. De acuerdo a lo declarado por la UNESCO en 1999, “La ética ambiental es básicamente una ética basada en la justicia social, sin discriminación de ningún tipo, abarcando la vida completa.”
Es urgente entonces pasar de una visión antropocéntrica del mundo, donde la competitividad y ambición vulneran derechos fundamentales -proclamados en la declaración Universal de los Derechos Humanos- a una visión solidaria y justa en la que se entienda de una vez que el obrero, el campesino, las mujeres trabajadoras, los profesionales, las niñas y niños, somos todos parte de un todo, somos parte de nuestra madre tierra. Ha llegado el momento en que debemos decidir si vivir o padecer, si vivimos mirándonos a los ojos como pares respetándonos o padecemos en la avaricia y ambición.
Hemos sido formados bajo la idea de ser importantes a expensas de otros, criados como consumidores competitvos. Vivimos en un mundo donde la acumulación de la propiedad privada más allá de nuestras necesidades es algo habitual, esto para culturas ancestrales fue considerado una enfermedad mental. Nada en la naturaleza toma más de lo que necesita; cuando lo hace, se vuelve sujeto de esta ley y se extingue. La historia del ser humano es parte de la historia de la naturaleza, no se pude escribir sólo una desconociendo u omitiendo la vida de nuestro planeta. La ciencia revela que toda la vida sobre la tierra es sólo una. Todos pertenecemos al mismo árbol genealógico.
Según Kant, “la minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. La pereza y la cobardía son las causas de que una gran parte de los hombres permanezca, gustosamente, en minoría de edad a lo largo de la vida, a pesar de que hace ya tiempo la naturaleza los liberó de dirección ajena». En consecuencia, seamos grandes y hagámonos cargo de nuestro destino.
Hoy la pregunta es, ¿será posible hacer acciones reales y concretas desde una plataforma social competitiva, egoísta y con mirada cortoplacista? Construir una sociedad colaborativa y justa, cuyo centro sea el desarrollo integral del ser humano y por tanto de la naturaleza entera, es la respuesta a la problemática medioambiental. Para reconocer nuestro poder debemos entender que los actos de cada día con el tiempo pueden convertirse en movimiento. Y que cada uno de esos actos debe hacerse con la convicción dada por nuestra conciencia. Cada cosa que hacemos o dejamos de hacer influye en la sociedad que construimos.
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