Bajo la mirada arrogante de quienes se jactan de ser parte de la OCDE y se vanaglorian de un crecimiento del 6%; de ser supuestamente un país en desarrollo; de quienes manosean la palabra igualdad, llaman a reformar las normativas laborales, y a reforzar la mano dura contra la delincuencia; desde la humildad y el esfuerzo, la fuerza atávica del minero una vez más nos da una lección.
Hace más de cien años, los mineros asesinados en la Escuela Santa María de Iquique, nos dieron un gran ejemplo de dignidad, organización, fuerza y razón.
Hoy la historia se repite, pero de manera distinta. Hace cien años los mineros fueron acribillados con balas de plomo; hoy las balas fueron de desidia, indiferencia, abandono y codicia. Sin embargo, y afortunadamente, nuestros hermanos saldrán de pie esta vez.
A pesar de que en este momento intento que la esperanza se apodere de mis sentimientos, mantengo la mirada alerta. La desconfianza, el recelo y la impotencia no desaparecen. ¿Cómo alegrarse si los principales responsables del infierno que están viviendo nuestros 33 hermanos mineros y sus familias no se hacen responsables de su actitud criminal?
¿Cómo lograr verdadera alegría, si este hecho, que ha logrado marcar record de rating en los noticiarios, es sólo la punta del iceberg? ¿Cómo estar alegre, si los hijos de nuestros hermanos mineros reciben una educación de tercera, mientras los hijos de los empresarios mineros -que se enriquecen con el esfuerzos del pueblo- reciben una educación de calidad?
¿Cómo alegrarse verdaderamente, si no existe seguridad alguna de que estos hechos no vuelvan a repetirse?
Escucho hablar a las autoridades, de sus emociones y alegrías y me gustaría decirles que esos sentimientos carecen de sinceridad, porque no tienen correlato alguno en el respeto real a los trabajadores de nuestro país.
Ya es tiempo de hacernos cargo de nuestra historia, entender los derechos obtenidos, son nuestras libertades conquistadas, conquistadas con organización, dignidad, fuerza y razón.
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