A pesar de ser considerablemente ejercido en Chile, el derecho a la manifestación –que se erige sobre los derechos de reunión pacífica y de libertad de expresión– en percepción de la ciudadanía es uno de los menos protegidos por el Estado. Pues el mismo ha sido desprotegido y limitado desde hace a lo menos dos décadas por todos los gobiernos de turno, seguramente por el temor a las masas y/o por el concepto fetiche del “orden público”.
La deficiente protección de este derecho se revela, a lo menos, por dos cuestiones: una de carácter rigurosamente constitucional-normativa; la otra, concernida con la práctica de Carabineros.
La Constitución de Chile de 1980 y sus posteriores modificaciones aseguran a todas las personas la posibilidad de manifestarse en espacios públicos, siempre que sea pacíficamente y sin armas, y sin que sea obligatorio poseer una autorización previa. Complementa lo anterior que todo este panorama se regirá por las “disposiciones generales”, las que se encuentran en el Decreto Supremo 1086, publicado en septiembre de 1983, en plena dictadura civil militar y en contexto de masivas protestas populares y una inusitada represión.Chile no solo requiere y necesita una refundación profunda a Carabineros de Chile, sino del mismo modo una derogación del Decreto Supremo 1086 que rige desde hace 40 años, privando el real derecho a la reunión y a la manifestación
El punto más alto de dicha desnaturalización está dado por las amplias potestades que el Decreto Supremo en comento entrega a intendentes y gobernadores, al punto que el estándar constitucional en virtud del cual el derecho a reunirse y manifestarse pacíficamente sin un permiso previo queda en letra muerta. La otra problemática más grave aún, que termina afectando el ejercicio del derecho de reunión, guarda relación con las facultades que le otorga a Carabineros los protocolos para el mantenimiento del orden público.
Los reseñados introducen una clasificación de las manifestaciones, diferenciando entre las denominadas “lícitas” (cuando se desarrollan de modo seguro en espacios públicos, y con respeto a los mandatos de la autoridad, las que además pueden contar con autorización previa) y las “ilícitas” que pueden ser “violentas” (cuando no se acatan los mandatos policiales y afectan derechos de terceros) o “agresivas” (cuando se generan daños o se agrede intencionalmente a otras personas o funcionarios policiales).
Estas distinciones establecen atribuciones para que Carabineros considere discrecional y mediante los protocolos policiales autorizan el uso de la fuerza en caso de que la manifestación sea o devenga en “violenta”. En todo caso, estos mismos instrumentos disponen que el empleo de la fuerza debe ser diferenciado y gradual, y que se sujeta a una serie de principios: legalidad, necesidad, proporcionalidad, responsabilidad y racionalidad. Que habitualmente no se cumplen.
En las múltiples manifestaciones que se han sucedido, particularmente desde octubre del 2019, se ha puesto en cuestión el actuar policial, pero aún no se han remediado los problemas de fondo ni las comprometidas reformas estructurales. Solamente respaldos públicos y mayor financiamiento para la labor policial.
Sobre el Estado pesa la obligación de resguardar y favorecer el ejercicio del derecho a la manifestación. Esta obligación implica adoptar marcos normativos que disocien el ejercicio de este derecho de la discrecionalidad administrativa. Empero, la cuestión es más compleja aún, pues en el artículo 19, numeral 13 de la actual Constitución ampara todas las reuniones públicas que se desarrollen pacíficamente y sin armas. Luego, señala que no está sujeta a un permiso previo de la autoridad. Y ahí, el punto clave del derecho, por cuanto permite concluir que las manifestaciones públicas pueden ser espontáneas y, en tanto, se trata de un derecho individual que se ejerce colectivamente, por lo cual no puede ni debe sujetarse a la decisión de la autoridad.
Por lo mencionado, es errado emplear el término de “protesta autorizada”, ya que en Chile las protestas no se autorizan, a lo más, se avisan previamente, pero ello no puede ser una exigencia para el ejercicio del derecho a reunión. Pero el derecho a reunión no se encuentra entrampado solo por su antidemocrática regulación, sino también por su sistema de controles a las normas que lo desarrollan, exclusivamente la discrecionalidad y latencia de Carabineros de Chile.
Habría que observar, reflexionando en torno a qué hace posible para que, transcurridos más de treinta años de un régimen democrático -más allá de sus insuficiencias y características- una institución como la mencionada no asuma un triste legado y adapte en su accionar estándares internacionales de respeto a los Derechos Humanos y en sus nuevas formas de control social y, por el contrario, siga conservando prácticas lesivas y exacerbadas en contra de la ciudadanía. Lo que se visibiliza en la calle y en la disolución de una manifestación sigue siendo preocupante.
Un dato no menor son las cifras informadas por la Fundación 1367 Casa de la Memoria José Domingo Cañas, “en los primeros seis meses de 2023, Carabineros intervino en 192 eventos estudiantiles, 140 en educación secundaria. Usaron 41 bombas lacrimógenas y detuvieron a 99 personas, 80 de ellas menores”.
Cifras, de un gobierno proveniente de las “movilizaciones” que emplea las mismas formas de control, vigilar y castigar socialmente la protesta, métodos tan cuestionados internacionalmente en los últimos cuatro años. No respetando, por ejemplo, la Observación General N°37 del Comité de Derechos Humanos sobre el derecho de reunión pacífica del 27 de julio del año en 2020.
Chile no solo requiere y necesita una refundación profunda a Carabineros de Chile, sino del mismo modo una derogación del Decreto Supremo 1086 que rige desde hace 40 años, privando el real derecho a la reunión y a la manifestación. Decreto dictatorial que sigue supervisando y tutelando la democracia frágil y temerosa, y que ha sido aplicado por todos los gobiernos de la transición a la democracia sin controversias de su origen.
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