No cabe duda de que este ha sido el desafío sanitario, a nivel global, más grande de los últimos tiempos. Sin embargo, en nuestro país esta emergencia tiene ciertos ribetes y particularidades que la hacen aún más compleja; sucede que cuando el Covid-19 llegó, vivíamos un proceso constituyente posterior al 18 O; por lo tanto, la crisis sanitaria quedó enmarcada dentro de otra crisis: social, económica, valórica… y, por lo mismo, inevitablemente, ambas se terminaron imbricando o involucrando como una sola, confusa y gran crisis.
Por ello, para Chile, el coronavirus no es sólo una emergencia, sino, al mismo tiempo, una contradicción: precisamente ahora, cuando necesitábamos fundar una nueva forma de convivencia, con menos ego y más comunidad; cuando nos proponíamos gestar relaciones menos individualistas y más cooperativas, para convivir en comunión con la naturaleza; justo ahora, los protocolos sanitarios, nos imponen una nueva forma de vida que nos lleva a aislarnos y a practicar un rígido distanciamiento social, cubriendo parte de nuestros rostros. El momento nos obliga también a hacer uso y abuso de frías plataformas digitales, con nuestras figuras enmarcadas en pantallas de computador y nuestras voces distorsionadas por estridencias metálicas.El liderazgo de esta crisis nos ha demostrado que la gestión de lo público no puede volver a ser, nunca más, fruto de una reunión a puertas cerradas, de espaldas a la ciudadanía
Así, hemos debido trasladarnos y recurrir a medios de comunicación que muchas veces nos hunden en la más profunda incomunicación. No obstante esta paradoja también se ubica dentro de otra aún mayor: la de construir cercanía y comunidad, desde la distancia de la individualidad.
Pero eso no es todo, según el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, a causa de la pandemia nos dirigimos a un régimen de biopolítica, en el que se convierte al individuo y a su cuerpo en un objeto de vigilancia.
Con todo, cuando hablamos de preparar el retorno, no podemos pensar sólo en el concepto de seguridad. Luego de este punto de inflexión a nivel planetario, y con las singularidades del proceso chileno, la preparación de ese retorno nos exige y nos desafía a repensar nuestra convivencia, considerando muchas otras aristas, que van más allá de la asepsia.
Entre otras cosas, el liderazgo de esta crisis nos ha demostrado que la gestión de lo público no puede volver a ser, nunca más, fruto de una reunión a puertas cerradas, de espaldas a la ciudadanía; el presente exige mayor organización y participación comunitaria; la experiencia de la revuelta, previa a la pandemia, nos llama a resignificar este momento difícil y a cargarlo de sentidos trascendentes; no se trata sólo de intensificar las medidas de seguridad y de salud. Naturalmente, respecto a lo sanitario, esta debe ser la respuesta, pero no puede ser la única respuesta. Es imperioso que vayamos mucho más allá; necesitamos preguntarnos de qué manera humanizaremos los espacios y las rutinas, cómo generaremos esa cercanía necesaria; cada cual, desde su rol, y desde su lugar en la sociedad.
Sin duda, luego de esta incubación, renaceremos dotados y dotadas de nuevas herramientas, pero es urgente pensar en cómo las utilizaremos para generar redes; desde qué lugar construiremos nuestras relaciones; cómo podemos colaborar para superar el trauma de lo vivido y de qué manera reconstruiremos nuestra identidad, poniendo énfasis en los vínculos y en lo afectivo.
Si no lo hacemos, corremos el riesgo de que esta pandemia nos conduzca a transformarnos en una sociedad cada vez más desconectada de sus emociones, donde, como verdaderos autómatas, terminemos sepultando definitivamente la experiencia comunitaria.
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