Cómo puede ser que hayamos construido una libertad manteniéndole resguardo a quienes nos castraron mentalmente como país, sin siquiera poder entender que no bastaba con que se acabara la dictadura, sino que también era imperioso restaurar nuestra conciencia y nuestro sentido democrático.
Rosauro Martínez está en la mirada de opinión pública. Y no es para menos ya que ayer se supo su desafuero, debido a su “presunta”- eso es por lo menos lo que dice la justicia hasta el momento- participación en homicidios calificados a miristas en 1981, en el marco de la llamada “Operación Machete”.
Rosauro, quien fue miembro de la DINA durante la dictadura, ha formado parte del Congreso desde el 11 de Marzo de 1994, compartiendo la labor parlamentaria con quienes estuvieron del otro lado de la moneda en materia política durante los diecisiete años de represión en Chile.
Habían datos, habían investigaciones de periodistas y un sinfín de declaraciones que lo inculpaban, sin embargo no es hasta hace poco tiempo que esto cayó en la justicia nacional.
Nadie decía nada, y seguíamos disfrutando de esto que tan maravillosamente llamamos democracia, sin poner en disposición de tribunales a quienes hicieron imposible que esta volviera, durante muchos años.
No fuimos capaces de preguntar, de dudar y darnos cuenta que habían cosas que estaban frente a nuestros ojos, pero no queríamos ver debido a ese miedo que calaba hondo y que estaba convirtiéndose de a poco en acomodamiento. En una seguridad de superioridad democrática que nos carcomió la conciencia y los ideales.
Lo principal era no enojar a los militares porque, como ellos nos dijeron, lo “democrático” partía con ellos, y mientras no les discutieran su espíritu patrio, tal vez todo podría seguir su curso según lo que estimuló su institucionalidad, o por lo menos la que ellos ayudaron a construir.
Rosauro es un ejemplo de ello. A veinticuatro años de recuperada la democracia, el hecho de que hoy recién se proceda a juzgar este tipo de accionares de organismos de inteligencia que usaban el poder del Estado para suprimir violentamente la disidencia, nos habla mucho de la mentalidad que nos ha gobernado por años. Y nos ratifica que la prudencia y el olvido de ciertos valores no tienen por qué ir de la mano, como nos han querido contar.
Martínez es quizás la evidencia de que la libertad que alguna vez se quiso fracasó. Esto porque nunca nos atrevimos a molestar a nuestros carceleros, y menos a decirles realmente -por medio de la justicia, no solamente con insultos- de que lo que hicieron no era el bien de esa patria que dijeron defender, sino que hirieron vidas, partieron en dos a familias y socavaron la dignidad de muchos. Demasiados.
Si bien el dicho es “la justicia tarda pero llega”, lo cierto es que la tardanza en este caso tiene que ver con asimilar lo que fuimos, lo que sufrimos y lo que aceptamos. Independiente de si el diputado Martínez fue o no responsable de lo que se le imputa, lo cierto es que sí fue parte de la represión, y de la protección de valores que legalizaban lo que en toda sociedad decente es inmoral.
Más que condenar la actitud del parlamentario – porque evidentemente haber formado parte de organismo de las características de la DINA es condenable- lo que debemos hacer es mirarnos al espejo como sociedad y preguntarnos cómo es posible que recién ahora estas cosas nos parezcan un horror. Cómo puede ser que hayamos construido una libertad manteniéndole resguardo a quienes nos castraron mentalmente como país, sin siquiera poder entender que no bastaba con que se acabara la dictadura, sino que también era imperioso restaurar nuestra conciencia y nuestro sentido democrático.
¡Cómo es posible que una persona con los antecedentes de Rosauro haya sido candidato a algo en este país! ¡Cómo es posible que yo recién en 2014 sea capaz de escribir esto que debió haber sido escrito hace años!
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