Seguramente muchos de los candidatos que actualmente compiten por un cupo y son parte de estos movimientos políticos incipientes, no tienen la experiencia necesaria ni la experiencia de los políticos ya conocidos; pero creo que ante el riesgo de dejar en manos de los mismos de siempre el destino de nuestro país (cuyos efectos conocemos de sobra), vale la pena enfrentar estas elecciones con riesgo, pero de otra clase.
Aunque actualmente la voluntariedad del voto está legitimada por ley, me asiste el convencimiento de que ésta es una de las reformas políticas más nefastas y poco inteligentes que ha visto la luz en la última década. Indistintamente, de que las razones para implementarla sean muy atendibles, desde el punto de la formación cívica es una pésima señal, no sólo para el país, sino sobre todo para los jóvenes que se inician en la vida político-social y cultural de nuestro país.
Como muy bien expresara, Joaquín Fernández Abara en un post sobre este mismo tema en un medio local, sostener un modelo político solamente en las obligaciones que tienen los congresistas o autoridades electas por votación popular; mientras nosotros, los ciudadanos comunes y corrientes nos eximimos de nuestros propios deberes, resulta un espaldarazo a la elite; esa que siendo minoría sustenta su poder en escenarios políticos donde, curiosamente, se ha instaurado el voto voluntario. Los sectores con menor capital cultural, coincidentemente los más pobres, tienden a hacer menos uso de su derecho a voto cuando el sufragio no es obligatorio.
Asimismo, diría Fernández: “La noción de ciudadanía se basa en el ejercicio de la deliberación política y en un conjunto de deberes comunes hacia la comunidad”.
Tal como él y la historia lo confirman, el voto obligatorio fue introducido en nuestro país en 1958 y justamente, esta medida (junto a otras), fue factor decisivo para promover uno de los períodos de mayor participación electoral en la historia de Chile. Por cierto, coincide con la emergencia de un movimiento social fructífero que logró importantes transformaciones en Chile. No sé qué diría Elena Caffarena ante la dicotomía actual de muchas mujeres de votar o no votar… Lo cierto, es que aún en un escenario político adverso para la población en general (binominal y otras yerbas), la participación política del pueblo es fundamental para alcanzar el pluralismo político y barrer con el statu quo imperante que tanto aborrecemos.
Estas últimas semanas y ad portas de una nueva elección popular, hemos asistido al llamamiento de diferentes personalidades del mundo cultural y social, que nos instan a no restarnos en las urnas. Es posible constatar también, que este llamado no ha sido hecho por representantes de partidos políticos de derecha, o por militantes de los partidos políticos tradicionales y eso no es un dato menor.
Como nunca antes, nos enfrentamos al agotamiento de un modelo económico y político que nos ha ido estrangulando de a poco, impuesto por el miedo que heredamos de la dictadura y la política de los consensos y “en la medida de lo posible”. El temor a vivir una nueva dictadura ya no puede contener nuestra frustración y el dolor que nos produce una sociedad injusta, discriminatoria, terriblemente mezquina y desigual. ¡El establishment ya no puede atemorizarnos! y ya no basta con marchar y patalear como lo hacíamos hace 15 años; gritar que queremos una asamblea constituyente y que aspiramos al derecho igualitario de los homosexuales a formar una familia. En este derrotero han surgido, desde las propias bases de la sociedad, múltiples alternativas de cambio, distintas a los partidos políticos tradicionales: la participación popular puede y debe transformar la política en una herramienta eficaz de los pueblos para derrotar el modelo liberal que nos asfixia.
Revolución Democrática, por ejemplo, es un movimiento político en pleno proceso de formación, surgido a partir de las movilizaciones estudiantiles de los últimos dos años y que aglutina a un vasto grupo de desencantados (jóvenes, profesionales y trabajadores) que ven como las aspiraciones de los ciudadanos no son atendidas ni resueltas por el “modelo” y sus adalides. Aún en etapa de formulación programática, su objetivo presente no son las elecciones de octubre, en el entendido de “ocupar cargos, por ocupar cargos”.
Hay una mirada de futuro, un proyecto real para potenciar líderes de excelencia, que puedan en un mañana no muy lejano llevar nuestros sueños al Congreso. Por ahora sólo ha apoyado a unos cuantos candidatos que adscriben principios filosóficos básicos de pluralismo democrático, tolerancia y solidaridad.
Asimismo, el “Pacto por la Igualdad para Chile” tiene una propuesta alternativa interesante que toma con generosidad muchas de las demandas sociales actualmente desoídas. Su propuesta está sintetizada en el recientemente conformado “Partido por la Igualdad”. Su blog, su página web, como la de Revolución Democrática están disponibles para quienes tengan el desencanto suficiente como para buscar reales alternativas de cambio. Sus candidatos han desplegado una campaña limpia, con escasos recursos, pero con muchas ideas asentadas en movimientos sociales y sindicales como “Movimiento de Pobladores en Lucha”, “Andha Chile Democrático” y otros.
Por su parte, la Fundación Iguales, liderada por Pablo Simonetti, ha trabajado arduamente en conformar alianzas con movimientos y partidos como los antes mencionados, en pos de una mejor calidad de vida político-social para los ciudadanos que son hoy considerados de segunda categoría y no tienen representación de ninguna especie en el Congreso.
Seguramente muchos de los candidatos que actualmente compiten por un cupo y son parte de estos movimientos políticos incipientes, no tienen la experiencia necesaria ni la experiencia de los políticos ya conocidos; pero creo que ante el riesgo de dejar en manos de los mismos de siempre el destino de nuestro país (cuyos efectos conocemos de sobra), vale la pena enfrentar estas elecciones con riesgo, pero de otra clase. Las alternativas existen, los candidatos están, el cambio es posible y real. Es la hora de tener coraje y hacer de esa máxima que alguna vez acuñó, Salvador Allende, una realidad: “la historia es nuestra y la hacen los pueblos”.
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