«El séquito del guerrero recibe el honor y el botín, el del demagogo recibe los despojos, la explotación de los dominados mediante el monopolio de los cargos, los beneficios políticamente condicionados y las satisfacciones de la vanidad.» Max Weber
San Ramón y las elecciones del Partido Socialista, como toda noticia clamorosa, merece algo más que la indignación de la buena gente y, naturalmente, la satisfacción abierta de la derecha o la moralina expectante del Frente Amplio. Pasada la curiosidad periodística, la reflexión en torno al fenómeno del clientelismo político es una necesidad y una reacción frente a esta amenaza para la democracia chilena.
Analizar como un todo la práctica de las clientelas políticas no quiere decir justificar ni atemperar las faltas cometidas en la elección del PS en San Ramón. Los hechos puntuales tienen responsables puntuales, y serán los propios socialistas quienes juzgarán y resolverán estas infracciones y anomalías en su vida partidaria.El patrón requiere el consenso, la movilización política, el voto; el cliente una prestación pública, un empleo, una licitación, protección social
Los sistemas democráticos están expuestos al riesgo de las malas prácticas (o delitos) en la búsqueda del consenso político que finalmente se traduce en los votos que consagran el principio de la soberanía popular y la creación de las mayorías llamadas a gobernar o legislar. El ideal del ciudadano, o el militante, que elige según conciencia, libremente informado y sin ninguna presión o prebenda, es eso: un ideal perseguido que se estrella continuamente con la realidad cruel de los intereses personales de la clase política.
¿Qué es el clientelismo político?
Se trata de un intercambio informal (no hay contrato de por medio) de prestaciones o de bienes entre individuos o grupos sociales. Es una relación asimétrica en la cual hay una parte fuerte que detenta el poder (gobernantes del Estado, gobiernos locales, altos funcionarios, legisladores) y otra parte débil que no tiene acceso a bienes tangibles o intangibles, que los demanda por necesidades insatisfechas. En la ciencia política se les define como patrón y cliente, y del fenómeno se habla como patronazgo político. El patrón requiere el consenso, la movilización política, el voto; el cliente una prestación pública, un empleo, una licitación, protección social. En Chile y América Latina el clientelismo político se emparenta con la vieja institución del cacicazgo y el caudillismo, nacional o local, de derecha, de izquierda o de populismo antipolítico. Ejemplos sobran y, para no volvernos odiosos a algunas sensibilidades, que cada uno extraiga los nombres que le acomoden.
Como señala E. Gellner, sociólogo inglés, el clientelismo político es “un sistema, un estilo y un clima moral”. Requiere del contorno cultural apropiado, generalmente marcado por la pobreza y la carencia de instrucción. Por ello es doblemente indignante el aprovechamiento político de comunidades social y económicamente atrasadas, vulnerables y desprovistas de poder ciudadano frente al patrón, personas fácilmente seducidas por su imagen afectuosa y protectora, sin capacidad de poner en discusión la ideología del hombre o mujer que detenta ese poder “generoso”.
El clientelismo político es una práctica que no constituye novedad, se remonta al lejano tiempo del poder de unos sobre otros. Los antiguos romanos llamaban patrocinio a la protección de la plebe que constituía una base de consenso político y militar. En Chile, en el siglo XX aún se practicaba la compra de votos por hacendados que trasladaban campesinos en masa a las urnas electorales de las ciudades. En dictadura, Pinochet no requería ni necesitaba el voto, sí el consenso a su gobierno, sobre todo militar, que se tradujo en prebendas de diverso tipo otorgadas a las FF.AA., favoritismos que lamentablemente perduran hasta hoy.
También, por deber de crónica, debemos constatar los varios ejemplos –públicamente denunciados– de clientelismos y favoritismos practicados por alcaldías y legisladores de otros partidos políticos chilenos. La diferencia con el caso San Ramón estriba en la contaminación con el narcotráfico revelado por la prensa, la espectacularidad mediática de ese dato y, si la ingenuidad es un pecado, digamos que el reportaje del Canal 13 fue un torpedo al Partido Socialista. El tiempo dirá si lo golpeó bajo su línea de flotación. Tampoco el clientelismo político es una exclusividad de la democracia chilena. Casos clamorosos se han dado en otras latitudes, y ni qué decir de América Latina, región y países que exhibieron caudillos de todas las pintas, algunos de gran envergadura política (Perón), otros pintorescos, tiránicos y macondianos (Melgarejo).
El clientelismo político es una amenaza y una distorsión de la democracia,condiciona artificialmente sus reglas. El voto del cliente es un consenso dañado, oprimido por su necesidad, no será nunca libre y consciente de la persona y las ideas por las cuales sufraga. Ese militante cliente será un número blando en la contabilidad democrática, transable por los caudillos locales en una especie de bolsa electoral, de compromisos y carteras a futuro.
El clientelismo alimenta la antipolítica, óptimo caldo de cultivo de los populismos y autoritarismos de una cierta izquierda o de una derecha tentada por el fascismo (recordemos la constante expresión de Pinochet, “los señores políticos”), abre el paso a dictadores y tiranos providencialmente llegados a limpiar la “suciedad” de la política y, de paso, sepultar la democracia.
No existen reglas claras y eficaces para oponer al clientelismo, pero es positivo que el caso PS-San Ramón precipite las propuestas en esa dirección. Ya se habla de pre militancia, de capacitación política obligatoria, de limitar las reelecciones de los patrones.
Comencemos por un oportuno acuerdo de los partidos democráticos para generar medidas eficaces y otras reglas que sirvan de contención al clientelismo político. Un pacto que instale, desde la educación y la cultura, los valores del civismo, formando ciudadanos conscientes y resistentes a este tipo de opresión.
Comentarios