Se ha vuelto habitual, cuando se comenta sobre los casos de corrupción en la política, realizar una distinción entre lo legal y lo ético. Es frecuente oír que la autoridad pública no sólo debe ajustarse al marco jurídico, sino que su actuar –en un contexto de profunda desconfianza hacia las instituciones- debe ir más allá y ajustarse también a los límites de la ética. Ahora bien, es simple comprender los márgenes del derecho, toda vez que la norma reviste de un carácter positivo, pero no así los márgenes éticos que arguye la ciudadanía. Después de todo, ¿quién determina aquello?
Según Kant, si bien ambos responden a la moralidad dentro de un sistema de obligaciones, la distinción entre lo jurídico y lo ético radica en que las obligaciones del derecho (Rechtspflichten) buscan regular el comportamiento exterior, lo que el sujeto debe hacer –o no hacer- para no afectar la libertad del otro. Mientras, las obligaciones de la ética (o de la virtud, Tugendpflichten) corresponden al foro interno del individuo, donde el acto virtuoso proviene de la regulación por parte de la conciencia misma, mas no de la coacción externa.El actuar de las instituciones modernas queda sometido constantemente al escrutinio ciudadano, a un panóptico público que reacciona sobre la base de la indignación. Surge en las instituciones la ética del miedo.
Ahora bien, una breve genealogía de la moral señala que tanto el derecho como la ética fueron siempre determinados desde arriba hacia abajo. El sacerdote y la religión, el partido y la ideología, la familia y la crianza, la escuela y la enseñanza. Sin embargo, el Zeitgeist de la sociología contemporánea, con autores como Beck, Bauman y Giddens, entre otros, ha planteado la inversión de la pirámide.
En esta modernidad, donde los valores tradicionales han perdido solidez, las instituciones resignan poder a la hora de definir lo bueno y lo malvado. En consecuencia, se avanza hacia una ética líquida, definida por el individuo en sí, quien, como diría Ulrich Beck, busca soluciones biográficas a problemas estructurales. Parafraseando a Nietzsche, hoy es el hombre vulgar, sencillo (schlicht) –y no el noble- quien define lo malo (schlecht).
De esta manera, hoy la ética es determinada por el ciudadano común, quien fija los estándares de lo bueno y lo malvado hacia las instituciones. Éstas a su vez, han perdido progresivamente la capacidad de, como diría Kant, autorregular su obligación hacia la virtud. Por ende, el actuar de las instituciones modernas queda sometido constantemente al escrutinio ciudadano, a un panóptico público que reacciona sobre la base de la indignación. Surge en las instituciones la ética del miedo.
Dicho concepto es pieza clave del dilema de la autoridad pública moderna. La coacción en el actuar ya no proviene sólo desde el marco jurídico, con castigos civiles o penales; proviene también desde la opinión pública. Las instituciones actuales, al renunciar a una ética propia –no es objetivo de esta columna ahondar en aquello- sucumben ante el escarnio popular, ante los estándares éticos que los mismos ciudadanos esperan de sus autoridades.
Por ende, su actuar ya no será regulado por un ideal, por un fin, por la conciencia, sino más bien por el constante temor a cómo reaccionaría el ciudadano de enterarse de las prácticas que realiza. La ética del miedo, entonces, responde a un proceso de vaciamiento moral, donde las acciones no apuntan hacia una virtud desde la conciencia; sino a acciones que apuntan a una virtud para no disgustar al otro, para no transformarse en una oferta reprobada para el consumidor/ciudadano.
¿Cuáles son los riesgos de la ética del miedo para las instituciones modernas? Varios, muchos de ellos aún indeterminados. Sin embargo, cabe mencionar una precaución fundamental: la autoridad no debe jamás fijarse estándares éticos que sabe no será capaz de cumplir. En muchas oportunidades los hombres fijamos hacia otros estándares que ni siquiera nosotros mismos somos capaces de llevar a cabo, por lo que asumir dichas condiciones sólo ahondará en profundizar la desconfianza.
Resolver el dilema ético de la modernidad en su relación entre las instituciones y la ciudadanía reviste de una complejidad mayor. La dislocación de la fuente de la virtud produce nuevos –e incluso difusos- caminos hacia lo que se denomina hoy como “buenas prácticas”. Pero, por lo pronto, ayudaría que las instituciones partieran por un proceso inmanente de respeto hacia los estándares éticos que estas mismas propugnan, ya sea por su historia, ideología o práctica del deber ser.
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