No debe sorprender, bajo el modelo de sociedad en que vivimos, que un ministro, para definir los lineamientos más fundamentales de un proyecto de ley, cite a su residencia particular a los presidentes de los partidos políticos. Tampoco debe extrañarnos, por lo tanto, que se evite discutir públicamente temas tan controversiales e importantes para un país como la matriz energética o una eventual reforma tributaria.
Para los liberales demócratas, el mejor escenario político es el que se respira bajo el nombre de consenso o los que algunos llamarían de unidad nacional, hecho basado en acciones que minimizan las posibilidades de discutir y deliberar sobre el devenir de la polis. Sin embargo, para que se configure ese hecho también se necesita de quienes supuestamente son los adversarios políticos.
Tras la caída del modelo soviético y el triunfo del neoliberalismo, la socialdemocracia perdió la oportunidad de redefinir la izquierda y prefirió afianzarse a un modelo que, bajo el concepto de “modernidad”, la arrastró sin mucha resistencia a lo que hoy conocemos como centro derecha. Circunscrita en ese espacio, los partidos que promueven Estados más robustos, caen en el juego reglamentado por los teóricos liberales que, precisamente, ven en el consenso el objetivo de la democracia.
Sin embargo, el consenso no hace otra cosa que ir en contra de los fundamentos más puros de la democracia. Por ejemplo, el proyecto de ley como el que presentará el ministro de Justicia, Felipe Bulnes, para hacer frente al hacinamiento carcelario, debió discutirse ampliamente en el Parlamento tal como estaba diseñado originalmente. Tal como él y el gobierno de Sebastián Piñera lo tenían delineado. Pero, como sus adversarios manifestaron desavenencias en el articulado, se decidió incorporar sólo propuestas que la oposición estaría dispuesta a aceptar.
¿Qué es eso, finalmente? Evadir la discusión, el disenso y el desacuerdo, todos ellos principios que sostienen a una democracia moderna, pluralista y madura, tal como lo establece Chantal Mouffe desde su particular enfoque agonista. “Deberíamos –explica Mouffe- dudar seriamente de la actual tendencia de celebrar una política de consenso. Una democracia que funciona correctamente exige un enfrentamiento entre posiciones políticas democráticas legítimas”. (En torno a lo político, 2007).
Pero la clase política prefiere no desafiar y no disputar posiciones incluso en aquellos terrenos propios de una política debilitada y difusa que genera desafecto a esas propias instituciones que deben ser los pilares de las sociedades democráticas, como los partidos y el Congreso.
Claro, porque tampoco este tipo de acciones que promueven el acuerdo previo y reducido, deja en buen pie a los parlamentarios que son elegidos precisamente para debatir, defender, criticar y proponer. La tendencia nos está acostumbrando, generalmente, a presenciar votaciones previsibles, algunas ya cocinadas en la sede de gobierno, en los pasillos de las sedes partidarias o aseguradas tras un llamado telefónico.
No se trata de estructurar, en las democracias actuales, una especie de ring en donde amigos y enemigos se enfrentan por el solo hecho de identificar un adversario. Se trata, más bien, de revitalizar y profundizar los procesos democráticos, de instaurar un enfoque que permita recuperar la política más genuina, esa que tiene como objetivo principal la igualdad (Ranciere, 1996) y que requiere de debate real para su puesta en práctica.
Para que una ciudad consiga la armonía necesita del debate y la discusión amplia y no del acuerdo de unos pocos que incluso dejan en entredicho la funcionalidad de un Parlamento bicameral como el nuestro. Por lo tanto el argumento que hoy esbozan miembros del gabinete de la ex presidenta Bachelet en cuanto a no darle real urgencia a proyectos por contar con minoría en ambas cámaras sólo confirman la tendencia de cancelar la discusión, de evitar la manifestación pública de posturas ideológicas diferentes. Fue así como se mandó al congelador iniciativas como el voto de chilenos en el exterior, modificaciones al sistema electoral, la incorporación de una AFP estatal al sistema provisional o una reforma tributaria que tanto requiere el país para paliar sus deudas sociales.
¿Es cómodo el consenso en la política? Sin duda, pero daña enormemente a la propia actividad política. Con este tipo de acciones la ciudadanía termina por pensar que da lo mismo quien gobierne, que da lo mismo ser de derecha, de izquierda o de centro. La política no es y no puede ser un cuerpo homogéneo. En ningún caso lo es.
Hay que debatir y disentir. La democracia se debilita cuando no se quiere transparentar las diferencias. Al contrario, si se discute y se evidencian los desacuerdos en cómo se deben construir las sociedades, se estará en presencia de una dinámica que favorecerá a la política y fortalecerá, en consecuencia, a las instituciones democráticas.
* Pablo Navarrete Hernández, Secretario Ejecutivo Corporación Más Progreso
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