En honor al rigor, o la veracidad si se quiere, el título de esta columna no me pertenece. Fue tomado de Shoshana Zuboff, profesora emérita de Harvard Business School, quien en la televisión pública alemana Deutsche Welle (DW) se refirió a la increíble capacidad del mercado de hacer negocios con los más disímiles sentimientos humanos. De los positivos a los que nos transportan las tarjetas Village, la Navidad y la Teletón hasta los negativos que encierran sistemas ilícitos de pornografía infantil, pero también Facebook, Twitter y otros medios de comunicación masiva.
La idea no es nueva. En otros países ha generado investigaciones, foros y paneles, donde se plantea la necesidad de regular los medios por los cuales las empresas de tecnología hacen caja con los mensajes que circulan a través de sus sistemas, sin importar sus consecuencias. Ya en 2020 se organizaba el conversatorio “Stop Hate for Profit” (“Detengamos el Odio con Fines de Lucro”), impulsado por el Cyber Policy Center de la Universidad de Stanford, dirigido por la académica Marietje Schaake. Ese mismo año, en paralelo, un grupo de personalidades adhirieron a una campaña del mismo nombre, dándose temporalmente de baja de las redes sociales que carecen de mecanismos para filtrar este tipo de contenidos.La manipulación del hombre por el hombre ha existido desde la revolución cognitiva de hace 70 mil años. A ella recurre incluso la propia naturaleza. El camuflaje visual es parte de una serie mecanismos profusamente identificados
En el reportaje de la DW “Google, Facebook, Amazon – El poder ilimitado de los consorcios digitales”, se da cuenta de cómo los gigantes de la comunicación virtual recolectan información para rentabilizar sus modelos empresariales. Mediante el rastreo de nuestra navegación en internet, mensajes en redes sociales, compras digitales, fotografías y videos que capturamos y compartimos, intercambios en las distintas plataformas, el GPS del teléfono o el computador, entre muchos otros mecanismos, no sólo son capaces de acercarse a nuestra forma de pensar sino predecir deseos, necesidades u opciones políticas, de las cuales en muchos casos ni nosotros somos conscientes.
“Si es gratis, el producto eres tú”, dicen los expertos.
Gracias al manejo de ingentes datos (“big data” se denominan) que obtienen de nuestra interacción digital realizan un perfil que ayer pensábamos sólo era útil para exponernos cada cierto tiempo a la publicidad de productos que, hasta ese momento, no sabíamos que anhelábamos. Pensábamos que esta comercialización era el peligro. Pero tal era sólo el primer paso. Con el auge de los métodos de entrenamiento de la inteligencia artificial se ha agregado un ingrediente nuevo: la capacidad de crear contenidos que no sólo se adaptan a nuestras preferencias. Hacen emerger así aquellos pensamientos y comportamientos que hemos silenciado tras milenios de evolución y que nos permiten cumplir con el contrato social. Como bonus track están los algoritmos que sistemáticamente instalan en nuestras pantallas determinados mensajes con el fin de fomentar tiempos de exposición, respuestas y, en última instancia, decisiones. Sin importar el impacto sicológico y social que esto involucre.
Durante el “Experimento de la cárcel de Stanford” de 1971 un grupo de voluntarios se sometió a diversos estímulos en una prisión simulada. Este particular entorno generó cambios de actitud e identidad en cada uno de los participantes (divididos entre prisioneros y celadores), arrastrándolos a actos que ninguno creyó, en circunstancias normales, llegar a cometer. Autoritarismo, arbitrariedad, sadismo fueron sólo algunos de los efectos. Éste, junto a muchas otras investigaciones, demostró cómo el entorno y los mensajes a los que nos vemos expuestos van cambiando nuestra forma de pensar. Ética y valores incluidos.
No hay que ser ingenuos.
La manipulación del hombre por el hombre (o la mujer por la mujer, junto a todas las combinaciones posibles) ha existido desde la revolución cognitiva de hace 70 mil años. A ella recurre incluso la propia naturaleza. El camuflaje visual es parte de una serie mecanismos profusamente identificados.
Ya a fines del siglo 19 el empresario estadounidense de medios Randolph Hearst propició la Guerra Hispano-Estadounidense de 1898 con el fin de que Cuba se independizara de España motivado en el interés económico de Estados Unidos en el pequeño país insular. Y en la dictadura chilena es conocido el caso del publicitado avistamiento del cometa Halley en 1986, como una forma de desviar la atención hacia los astros mientras en tierra se asesinaba y desaparecía a compatriotas.
Sí, siempre la manipulación ha existido. Y es una obviedad decir que somos moldeados por el entorno. “Soy yo y mi circunstancia” fue lo que aportó Ortega y Gasset hace ya más de un siglo en “Meditaciones del Quijote”. Pero no por ello lo que ocurre hoy es menos complejo.
En contraparte, siempre también han existido intentos -más y menos efectivos- de evitar el daño que pueden llegar a hacer las palabras e imágenes. En ninguna sociedad la libertad de expresión está por sobre todos los otros valores que hemos acordado como esenciales. En los juicios se condena el perjurio y el falso testimonio, así como en Chile la injuria y la calumnia también conllevan sanción. En las catástrofes no puedes dar falsas alertas, así como en un avión no puedes gritar que portas una bomba y los productos alimenticios deben consignar información real de lo que contienen.
Incluso en el país epítome de las libertades, que tanto patriota (contradicción mediante) reverencia, hace pocas semanas fue enjuiciado el ex Presidente Donald Trump por un delito asociado a sus dichos: fue condenado a pagar U$ 83 millones por difamar a una periodista que lo acusó de violación en los años 90. El ex mandatario había calificado la denuncia de E. Jean Carroll de «ficción«. Y fue multado por tal mentira.
Estos breves párrafos se adelantan a los constantes alegatos de que cualquier tipo de restricción a lo que se expresa o comunica es un tipo de censura. Afirmación, por decirlo en suave, inexacta y que denota una profunda ignorancia sobre cómo se organizan las sociedades.
Ya lo manifiesta el II Informe con “Recomendaciones para Contrarrestar la Desinformación en Chile” de la Comisión Asesora Contra la Desinformación, liberado en diciembre de 2023. “La desinformación, impulsada por diversos intereses, ideologías o agendas, encuentra terreno fértil en estos espacios, donde se fomenta su difusión sin la debida identificación de usuario o verificación. Estos entornos suelen ser propicios para la creación y propagación de noticias falsas, desacreditación de hechos científicos establecidos y discursos de odio, tanto en momentos críticos (campañas electorales, desastres naturales, epidemias, etc.) como en tiempos ordinarios y cotidianos”.
Sintomáticamente este documento ha tenido casi nula difusión en la prensa tradicional. Googlee y lo comprobará.
Si hay algo que reconocer al mercado es su creatividad. Positivo, pero aun así no puede funcionar a todo y en todo evento, apuntando a una imaginaria autorregulación.
Porque siempre, en toda época y lugar, ha tenido cortapisas. Lo dijo Shoshana Zuboff: “Estas operaciones que aumentan el contenido divisivo con fines de lucro, que aumentan el odio con fines de lucro, que aumentan las mentiras deben ser ilegales… Las democracias hemos dicho que no se puede comercializar con personas, no hay que comercializar con órganos humanos, no hay que comercializar con bebés no hay que comercializar con cosas que hacen que la gente enferme o con productos peligrosos. Lo hemos hecho un sinnúmero de veces, ahora es cuestión de aplicar eso a la realidad del siglo digital”.
En tiempos de crispación, de desconfianza como el nuevo sentido común, se requiere adaptar nuestras legislaciones a lo que ya nos acompaña: el rentable mercado del odio, que a fin de cuentas termina siendo un muy mal negocio para la sociedad.
Comentarios