Fue Julio Verne, en su novela La Isla Misteriosa, quien en 1874 hizo un anuncio premonitorio:“El agua descompuesta por la electricidad en sus elementos constituyentes se convertirá en una fuerza poderosa y manejable… El hidrógeno y el oxígeno, usados separada o simultáneamente, serán fuente inagotable de calor y luz, con una intensidad que el carbón no puede tener. Un día las bodegas de los vapores y las locomotoras en lugar de carbón se cargarán con estos dos gases comprimidos, que arderán en fogones de enorme poder calorífico. Cuando se agote el carbón nos calentaremos con agua. El agua es el carbón del futuro”.
Las palabras del ingeniero estadounidense Cyrus Smith han resonado fuerte en el último lustro. Aunque el escritor de ciencia ficción se quedó corto al imaginar las aplicaciones que el hidrógeno llegaría a tener en el último siglo y el aporte que a ello podrán hacer las energías renovables, lo cierto es que su visión forma parte del ideario de desarrollo que ha movido al mundo desde antes incluso de la revolución industrial. Encontrar un manantial eterno de energía y recursos es El Dorado permanente tras el que se afanan, indistintamente, cierto tipo de investigadores, intelectuales, empresarios y políticos, como si tal existiera en la naturaleza.
Soy hijo de una generación convencida de que el planeta era ilimitado. Que podíamos exprimir la naturaleza sin caer en la cuenta de su finitud y donde nociones como resiliencia (posibilidad de los ecosistemas de seguir cumpliendo sus funciones ambientales luego de ser impactados) y capacidad de carga (la presión máxima que una especie puede hacer sobre un territorio antes de romper su equilibrio) de seguro sólo se estudiaba en ciertos acotados, nunca masivos, espacios. Estas ideas eran algo así como rocket science (conocimiento de la NASA, diríamos por acá).
En el Iquique de los 80 el medioambiente se estudiaba en Ciencias Naturales y fui marcado a fuego con la idea de que existían dos tipos de recursos naturales: los agotables y los inagotables. Los primeros eran los que se consumían en el proceso productivo, siendo sus principales ejemplos los combustibles fósiles y minerales. Inagotables, los que duraban para siempre, entre los cuales podíamos encontrar el aire, la lluvia, el sol.
Una vez que avanzamos en entender que nada es para siempre, se actualizaron los conceptos: el modelo de desarrollo 2.0 hoy nos habla de “recursos renovables” y “no renovables”.
El reporte “Los límites del crecimiento” que elaborara en 1972 el MIT por encargo del Club de Roma y su continuador el Informe Brundtland de 1987 por mandato de las Naciones Unidas forman para del corpus de reflexiones globales que nos han traído hasta acá: el cambio climático de origen antrópico está generando una crisis sin precedentes a nivel global, donde la biodiversidad y las comunidades más vulnerables están pagando la cuenta de lo que han hecho los países así llamados desarrollados. Naciones que impulsan una forma de habitar el planeta que no tiene mucho de renovable y que adscribe al crecimiento económico como puntal.
Esa misma línea, aunque hoy con el discurso de transición energética para ir superando los combustibles fósiles y las emisiones de carbono, es la que sigue la discusión en Chile sobre el hidrógeno verde. El H2V se plantea como el gran salvador del planeta -o al menos de Europa- y del país, luego que en diciembre concluyeran las negociaciones para el Acuerdo Marco Avanzado UE-Chile que tiene al litio, el cobre y el hidrógeno basado en energías renovables como sus ejes fundamentales.
Cualquier alternativa de solución que se plantee a escala global sin modificar un ápice la forma que tenemos de habitar el planeta sólo cambiará un problema por otro
Ya tenemos Estrategia Nacional de Hidrógeno Verde, que lanzara el gobierno de Sebastián Piñera. Ésta ha sido seguida al pie de la letra por la actual administración, con el Plan de Acción 2023-2030 que establecerá “la hoja de ruta para el despliegue de esta industria, conciliando el desarrollo económico con el respeto por el medio ambiente, el territorio y las comunidades”.
El corolario de esto ha sido la reciente presentación del Comité Estratégico de Hidrógeno Verde que, a decir verdad, de estratégico no tiene mucho cuando varias de las definiciones fundamentales ya están hechas: será una industria 100% privada, se han priorizado las regiones de Antofagasta y Magallanes como polos de desarrollo del H2V y en una primera etapa se traspasarán al sector privado US$1.000 millones con el fin de “apoyar el desarrollo de la demanda local para la creación de un mercado de consumo interno, además de generar las capacidades de producción nacional para convertir al país en un exportador de hidrógeno verde”. Este fondo se nutrirá con recursos del Banco Interamericano de Desarrollo, del Banco Mundial, del Banco de Desarrollo de Alemania y del Banco Europeo de Inversiones, más dineros de Corfo.
Hoy por hoy, bastante se han publicitado los beneficios del H2V. Como en toda industria de alto impacto, se silencian las voces de alerta sobre los riesgos de las carreras desbocadas en pos de panaceas, de recetas milagrosas para mejorar la calidad de vida de las personas, como ayer se hizo con la salmonicultura, la industria forestal y más atrás aún con las represas, el cobre o incluso el salitre. La escala de desarrollo propuesto requiere robustas líneas de base sobre el impacto en el mar (la gran fuente de agua que se propone) producto de la desalinización y el efecto en los territorios por las miles de hectáreas para centrales eólicas y solares que generen la energía requerida, además de la infraestructura habilitante como megapuertos, caminos y otros. Datos que hoy no existen.
El quid es que cualquier alternativa de solución que se plantee a escala global sin modificar un ápice la forma que tenemos de habitar el planeta sólo cambiará un problema por otro. No es posible combatir la crisis climática global destruyendo ecosistemas, más aún cuando las expectativas de la Estrategia Nacional de H2V se sustenta en que el potencial de ERNC en Chile es 70 veces la demanda eléctrica actual, lo cual de lograrse significaría sacrificar amplias zonas del país en pos de una política energética aún no acordada democráticamente y digitada por intereses muy parecidos a los del colonialismo de antaño donde el motor no era el desarrollo nacional, sino simplemente la oportunidad de hacer negocios a costa de las comunidades y la naturaleza.
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