La atomización de la discusión educativa ha sido progresiva y tiene su fundamento en lo fragmentadas y poco participativas decisiones que se han tomado en la materia en los últimos 20 años (ni qué decir de la época dictatorial). Esta línea de conducta nos lleva a que, de tanto en tanto, estemos discutiendo acaloradamente respecto de políticas o proyectos cuyos impactos no son necesariamente ni efectivos ni nocivos, sino simplemente “no son”. Aquello es sumamente peligroso porque subcutáneamente se nos ha introducido el virus de la opinología educativa, que tiende a mirar “el problema de la educación chilena” como un monstruo de muchas cabezas, cuyo corte parcelado terminaría solucionando los problemas de fondo o estructurales.
Si alguna lección positiva sacamos del terremoto de febrero fue la de encontrar los problemas estructurales en los edificios, denunciarlos y desechar las soluciones cosméticas que asustaban a muchos. Esa enseñanza no fue trasladada a la discusión sobre educación, sino más bien, fue obviada y se siguió privilegiando la desmenuzada discusión de los problemas de tabiques que sostienen la estructura educativa.
A modo de ejemplo, y nadando contra la corriente crítica actual (y en contra de la mirada de la propia disciplina que promuevo: historia), la discusión del aumento o disminución de horas en uno u otro subsector me parece inocua si hace en forma aislada. Existe consenso de que hay que hacer cambios, unos nos gustarán más y otros menos, pero las preguntas de fondo son ¿A qué responden dichos cambios? ¿A quiénes representan y responden dichos cambios? Finalmente la problemática instalada y profundizada cada vez más, corresponde a que los intereses detrás de los cambios o ajustes curriculares, liceos de excelencia, becas para estudiar pedagogía, etc. responden a la utilidad de unos pocos que haciéndose cargo (a su vez) de prácticas y recetas foráneas que proyectan la imagen de unidad detrás de cada medida, no resuelven los problemas “largamente diagnosticados”.
Respecto del “qué” y (a) “quiénes” (curiosamente sólo surge un “cómo”), estos sólo se pueden establecer a través del debate franco, experiencial, especialista, interesado (también), pero articulado de los actores que se desenvuelven o se ven afectados por la política educativa chilena. El “cómo” por sí solo no sirve ¿Cuál es el ethos de la educación chilena? ¿cuál es su épica?
Si coincidimos o generamos discurso en torno a que leer y realizar operaciones matemáticas debe necesariamente ir en desmedro de la memoria histórica, ok. PERO HAGAMOS EL EJERCICIO DE DEBATIRLO en torno de la generación de una identidad educativa que nos involucre (actores educativos primero, sociedad toda después) en su gestación y haga legitima su implementación.
La trampa y la sospecha, aparecen toda vez que para discutir necesitamos memoria, debate, ideas, filosofía. La desconfianza sobre la decisión de disminuir las horas en donde justamente deben producirse dichas instancias e insumos se instala con fuerza, haciendo relucir finalmente la inexistencia de una “chilean way” o una “REVOLUCIÓN EDUCATIVA” a favor de una mera jugada ideológica de unos pocos que quiere invisibilizar a muchos y eso… nuevamente es un problema histórico.
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Foto: De izquierda a derecha, Gabriel González Videla, Pedro Aguirre Cerda, Marmaduke Grove y Arturo Olavarría Bravo. En: Memoria Chilena.
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