Me enamoré: Soy Profesor desde antes de ser Profesor.
Porque me gustaba que otros aprendieran y porque disfruté plenamente cuando ello se lograba, cuando buscaba mi vocación. Porque cuando comenté que quería estudiar –amén de las piedras de muchos-, lo hacía con orgullo anhelando ser maestro. Porque entré a formarme por la disciplina y salí enamorado de la pedagogía. Porque me sigue llenando el alma, como el primer día, el enseñar.
Por eso, con estas palabras, envío un abrazo a todas y todos quienes me formaron, a quienes en mi familia comparten esta vocación, y todas y todos quienes enseñan.
“Que no te llamen solamente los trabajos fáciles
Es tan bello hacer lo que otros esquivan!”
Gabriela Mistral.
Debería ser el más alto honor de la nación pues la estatura moral de quien enseña se erige más arriba que el punto más alto de la cordillera, porque con cada gesto que se realiza se construye un ciudadano, con el objetivo de buscar la felicidad misma, de adaptarse en un contexto a ratos hostil.
Pero, ¿Estamos educando para fortalecer al ser humano y a la humanidad del ser? ¿Estamos educando para dar el salto al desarrollo? En suma, ¿Siguen teniendo eco las palabras de un centenario Mac Iver cuando nos plantea que “no somos felices”?
Hablar de nosotros, los profesores, a ratos nos deja un sabor agridulce.
Agrio, porque mucho de culpa por no poder responder satisfactoriamente las anteriores preguntas las tiene un sistema que es injusto, perverso, maldito con quienes quieren tener el tiempo suficiente para pensar en cómo enseñar mejor, en cómo atender a la diversidad. Porque les deja despiertos hasta la madrugada corrigiendo pruebas o buscando material.
Pero, lo que es peor, porque hay algunos que no quisieron seguir más por el hambre latente en la billetera a fin de mes o porque se saturaron por las injustas condiciones de nuestra identidad. Y lo que es más grave, porque hay aquellos que simplemente dejaron de creer. En síntesis, se jubilaron mentalmente.
Sin embargo, es muchísimo más esperanzador hablar de lo dulce, porque gracias a esa formación noble de tantos, es que somos los que hoy somos, los que queremos construir futuro para volver a mirarlos después de muchos años a los ojos y mostrarles que, a pesar de todo lo que puedan decirnos o de enrostrarnos en la cara la pobreza y las dificultades, se puede.
Dulce, porque probablemente algunos de los recuerdos y enseñanzas más preciosas que poseemos son con nuestras profesoras y nuestros profesores. Desde los primeros, los que hoy emparejan la cancha e impiden que personas de contextos desiguales se separen en tercer año básico para no volverse a ver. Esos que nos enseñaron a leer, a jugar a la pelota, a dilucidar las operaciones básicas o a cuidar nuestro entorno. Aquellos que nos guiaron el pensamiento o el conocimiento del cuerpo humano y las sensaciones más hermosas de la adolescencia, o que nos prendaron con el valor de una poesía o del conocimiento crítico de nuestra historia nacional. O esos que, un poco por privilegio, otro poco por cariño y otro más por convicción, nos enseñaron a formar personas.
Parra nos hablaba de ser profesor en un liceo oscuro, perdiendo la voz haciendo clases; Mistral pedía al Señor que le permitiera amar y ser verso perfecto en cada una de sus niñas; Darío Salas con pasión nos transmitió sobre el fin fundamental de nuestra obra, que es la constante reflexión sobre la cotidiana experiencia que nos hará crecer en solidez y fineza. Cada uno, desde su tiempo, nos permea a ser los elementos fundamentales de la sociedad.
Hoy Chile no está cuidando a sus profesoras y profesores. Y es que parte de las normalizaciones educativas que se están llevando a cabo no debe quedar fuera parte del corazón de nuestro sistema. Es justo porque debe bajar la carga horaria, porque se debe poner el foco en el acompañamiento profesional, en una mayor presencia investigativa, en la formación continua y el reconocimiento profesional y social. Nuestras autoridades tendrán la palabra siguiente, porque se deposita en ellas el compromiso por recuperar el honor más alto de la Nación.
Hasta entonces, a pesar de todo, será siempre honor y orgullo saludar con el pecho inflado y, antes de dar el nombre, mirar a los ojos y decir que se es profesor. No sólo por la nobleza que ello implica, sino porque me enamoré de la profesión desde mucho antes de ser profesor, porque la sola palabra sigue llenando el alma.
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