El determinista modelo educativo actual está viviendo una crisis trascendental. Si bien, en los años ’60 se posicionaba en Chile una perspectiva educativa liberadora que, desde los preceptos de Pablo Freire, pretendía formar ciudadanos empoderados y conscientes que transformasen la sociedad; tras el golpe de Estado, el sistema educativo vivió un cambio de rumbo: se privilegió la lógica de mercado fomentando la privatización de los establecimientos educacionales, surgiendo un abandono por parte del Estado de la educación pública que pasó a ser municipalizada. Además, se instaló la idea de subvención por matrícula, lo que generó una competencia insana entre las distintas dependencias, que trajo como consecuencia que la educación pública, abandonada, sufriera no sólo una pérdida considerable de estudiantes, sino sobre todo de valoración.
Junto a lo anterior, el status del profesor, otrora respetado y destacado en la sociedad, pasó a ser un profesional denostado y poco retribuido tanto en calidad laboral, como en honorarios. Tanto así, que la cantidad de enfermedades de índole mental, surgidas del contexto laboral, instala a nuestros profesores como uno de los más enfermos del mundo. Sumado a aquello, incluso potenciado en los gobiernos de la concertación, el modelo de la dictadura acrecentó la segregación en el sistema educativo, reproduciendo los vicios más criticables de nuestra sociedad. Hoy en día, los resultados educativos en Chile deben ser analizados desde el lamento de la segregación y la inequidad: determinados establecimientos para determinadas familias, determinados resultados para determinados niveles socioeconómicos. En definitiva, Chile es líder mundial en distribución inequitativa del ingreso.Por lo tanto, hoy en día se constata que el niño creativo, imaginativo y explorador por excelencia, entra a un sistema educativo que lo transformará en 12 años en un ser que no reconoce sus talentos, no posee un proyecto de vida y, desgraciadamente, no posee herramientas para tomar decisiones.
No obstante, en los años ’90 el modelo academicista tradicional dio paso a un modelo constructivista, pero entrampado en el modelo tecnocrático eficientista y resultadista: que el estudiante construya el conocimiento, declaramos, pero en función del modelo. Tanto así, que cuando se les ha preguntado a los estudiantes, para qué se educan en el sistema, una de las respuestas más comunes es que aprenden a obedecer y respetar las jerarquías. Sin embargo, el curriculum nacional declarado, desde la LGE hasta los programas, orienta aspectos muy valiosos: desarrollo del ser, creatividad, convivir en comunidad, valores, habilidades para la vida y para el trabajo, etc. Cuando los malos resultados del sistema han agudizado la crisis, lo primero que ha decidido el Estado, desde los gobiernos de turno ha sido el disminuir las horas de todas las asignaturas artísticas y creativas, en función de más actividades, ensayos de facsímiles y clases formales.
He ahí otra zancadilla del sistema: declara un curriculum profundo, pero luego advierte que sólo evaluará la calidad del sistema en base a determinados conocimientos, memorizaciones y operaciones, dejando de lado el autoconocimiento, la autonomía, la creatividad, la expresividad, el trabajo en equipo, la habilidad de opinar, saber hacer, saber ser y saber estar. De tal manera, los establecimientos -desamparados muchas veces- optan por obviar gran parte de las orientaciones del curriculum, gran parte de los fundamentos de la LGE, ninguna consideración con la concepción del desarrollo humano, sumidos en la emergencia de obtener buenos resultados en el SIMCE y la PSU, entes castigadores y deterministas que se erigen como amenaza para los establecimientos y los profesores; profesionales, además, obligados a trabajar en las peores condiciones laborales en instituciones educativas dentro de todos los países de la OCDE.
Por lo tanto, hoy en día se constata que el niño creativo, imaginativo y explorador por excelencia, entra a un sistema educativo que lo transformará en 12 años en un ser que no reconoce sus talentos, no posee un proyecto de vida (salvo obtener un trabajo no calificado o ingresar a la salvación universitaria) y, desgraciadamente, no posee herramientas para tomar decisiones. Tampoco podemos asegurar que este sistema educativo prepara para la universidad: los docentes de educación superior, por lo menos los que no son semidioses que categorizan a estudiantes porque “no dan el ancho”, gastan muchas energías en comprender cómo es posible que tras 12 años de educación formal el perfil de ingreso posea las características que posee.
Ahora bien, claro que hay resultados exitosos, aunque generalmente asociados a un contexto sociocultural privilegiado o a honrosas excepciones. Sin embargo, cuando nos detenemos a pensar en cuál es el valor agregado del sistema educativo para todos los estudiantes, razón que debiera movernos a optar por él, no tenemos claridad, más allá de lograr que el niño inquieto, adquiera cierta disciplina, cierta obediencia y algunos conocimientos útiles; por sobre todo, para cuestiones muy específicas y, en ocasiones sin sentido práctico, pero no está generando habilidades ni entregando oportunidades de formación que permitan al estudiante decidir qué vida quiere construir.
Por tanto, si ese es el valor agregado (disciplina, ciertos saberes, obediencia), es muy viable el preguntarse si es necesario todo lo que hay que gastar, ocupar todo el tiempo que hay que ocupar; y es muy factible poner atención en ¿qué es lo que pierde el ser humano? ¿Qué es lo que le quita este sistema escolar? ¿Qué es lo que le determina? Después de todo, pensar en un modelo diferente (o un antimodelo), no es más arriesgado que sensato.
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