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Brevísimo recuerdo «literario» de Augusto Góngora

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Hace poco ha muerto –ha “pasado a mejor vida”— nuestro querido Augusto Góngora. De final trágico en la forma dramática de algunos finales vitales en el siglo XXI: el Alzheimer.

Solamente compartí con él en unas dos o tres ocasiones –dos o tres frases cruzadas-, en la ocasión única de un taller literario en Santiago de Chile, comuna de Santiago, en el “huis clos” (J. P. Sartre, 1944) de un tercer piso de un edificio de la calle Mosqueto al llegar a Monjitas.

Escribo esto al modo de una cierta semblanza (parcial) del intelectual chileno concertacionista de las dos primeras décadas de este siglo nuevo. Son los 30 años algo críticos –al modo como dice “crítica” un Kant (Kritik der reinen Vernunf; o: Crítica de la razón pura). Es decir, no al modo del criticismo fácil de algunos muy posmodernos de estos tiempos, en que “criticar” equivale, m/m a “encontrar cosas malas” o “a sacarle en cara a otros unos (pretendidos) defectos” –pero hay al menos dos posmodernidades harto diferentes.

No me recuerdo (ni voy a intentar recordar) quién era la pretendida “escritora nacional del siglo XXI” –la que dirigía este taller literario en su departamento de calle Mosqueto, barrio que entonces usaba habitar una cierta “asaz nueva bohemia del siglo”  –y al cual llegué, como siempre, despistado y sin saber casi nada de a dónde llegaba. Pero igual (e infatigable) insistía yo en este querer: “aprender a escribir mejor”.

Entonces ella proponía que, en diferentes sesiones, como casi siempre, cada integrante del taller presentara, leyera y sometiera a comment alguno de sus escritos.

Le tocó por fin el día y el turno a Augusto Góngora (tampoco tenía yo una idea precisa de la “talla” de ese nombre; más bien las sensaciones generales de que, por supuesto, era “alguien importante en la cultura chilena del momento”). Lo escuché atentamente e inmediatamente tuve un insight: que la idea de su relato, de su comienzo de relato, era muy buena –es decir, muy buena la disposición inicial de posiciones, el plot sugerido, la sospecha de trama, la sugerencia de anécdota-, pero que la resolución de todo eso se anunciaba, desde sus primerísimas palabras, como francamente mala. Ante todo, le dije a Augusto, con mi frontalidad ingenua (y asaz benevolente): “La dirección que evidentemente (para mí) toma el desarrollo de tu cuento, es de una obviedad sin sorpresa ni tensión algunas. No más has terminado de plantear un muy buen “embrollo” de entrada, cuando has disuelto su continuación en mediocridades –pucha— lamentables de fomes”.

O sea, intenté explicarme también al grupo completo: que sabíamos cómo todo iba a terminar, apenas señaladas y completadas las coordenadas escriturales iniciales (algo así como que el protagonista era “el malo”). Que, entonces, me había comenzado a aburrir desde ese mismo instante…

La reacción, no de Augusto, sino de la “escritora tallerista monitora” fue lo, para mí, llamativo e interesante –y literariamente sorpresivo y verdaderamente interesante: ella se abalanzó a “proteger” verbalmente a Augusto. No mencionó nada de mi argumento, sino fue directamente “a la persona”: a cuidarlo de una, me di cuenta, pretendida –y no definida- ofensa que contenía mi comment de taller (que, siempre en la ingenuidad, yo suponía -¿no es cierto?- para “mejorar” en nuestro arte).

O sea, ella dio claramente a entender, tal vez incluso a pesar suyo, que yo decía que Augusto era malo para escribir literatura, pero que ella apresuradamente intervenía para suavizar mis alusiones. Y no, continuaba. No era tal. En realidad, yo “quería decir otra cosa” –y ya se me olvidó, hace rato, cuál fue la invención de obviedades y facilismos que ella inventó “sobre la marcha”, para que un supuestamente ofendido Augusto, no se “sintiera tan mal”.

Pues, además (me imagino hoy), ¿quién era este “pergenio” que se atrevía a tratar así a este elemento eminente de la intelectualidad chilena de los 30 años? ¿Quién era este individuo (que aún no había siquiera cancelado el total en dineros de su Taller de Creación Literaria), que osaba tratar de esa manera a un personaje “tan conocido y comentado en buena”, del mundo concertacionista de la cultura chilena?

Pues, me di cuenta que Augusto se puso un poco tan desconcertado como yo en ese momento. Me miró, brevemente, derecho a mis propios ojos y, como creo que leyó mi sinceridad (y la aceptó), miró entonces a esta “escritora”, y a ella como que quiso preguntar algo.

Entonces ella le contestó, con cierto volumen de voz, algo que no recuerdo precisamente pero que significaba, con claridad, un: “No te preocupes Augusto, yo te cuido de éste”.

Esto fue lo que más recuerdo del Augusto Góngora que conocí “presencialmente” (como decimos en la era del zoom y el meets): el gesto o el rictus de su rostro diciendo: “parece que necesito o parece que parece que necesito, que unas mujeres me protejan”…

Y fue desconcertante para mí que este héroe de la televisión cultural concertacionista –y de la lucha antidictatorial anteriormente-, requiriera, a juicio de algun@s, de una “protección personal”. ¿Cómo? ¿Y los riesgos de Teleanálisis en los años 80? ¿No los había conocido “en persona” y sin protecciones públicas y comunicacionales? Y hoy me pregunto: ¿Qué tenían que ver con esta escena las luchas intestinas entre los intelectuales concertacionistas hegemónicos por dominar, precisamente, las pantallas? Ya no para derrotar al adversario antidemocrático sino para asegurarse una porción mayor de la “torta de la democracia con neoliberalismo” de los 90 y los 2000?

Pues el mismísimo Roberto Bolaño lo ha dicho y escrito (por ejemplo, en alguna de sus conversaciones grabadas para la radio con Pedro Lemebel): algunas corrientes dominantes de las letras chilenas de esos años 90 le resultan una fiesta, siempre un poco latosa, de la mediocridad y de las pretensiones con publicidad pagada por el Estado y tod@s nosotros.

Pues la institucionalización de los intelectuales concertacionistas fue “un plato” (como habría dicho, creo, mi madre, que no sabía nada de intelectuales). Intelecto y mercado y democracia asegurada por ese “transar sin parar”.

Pues, en fin, esto es solamente mi humilde (y breve) recuerdo del único Góngora que conocí “cuerpo a cuerpo”.  Y de la notable escena que espontáneamente se dramatizó ante o para mi. Ya no era el tiempo de las urgencias por sobrevivir un@, y de hacer sobrevivir los ideales. Era “otro mundo”, “otra época” –una quizá donde precisamente trastabillan los conceptos metafísicos tradicionales. Pues ya no se ha sabido más si se trataba de “post” modernidad, de “hiper” modernidad o de la mera continuación” natural” de lo moderno de siempre…

En cambio, parece que una adecuada comprensión del par deconstrucción–hospitalidad de Derrida, o del par juego-imagen de Gadamer, o del par cuerpo–pensamiento de J. Luc Nancy, nos abren un devenir pleno posible. Mas hay un amigo chileno que me hace gestos mientras murmura: “El pensamiento ternario, Feña. No dualista. El del SI, el NO y el QUIZÂ no ambiguo. El de los pueblos andino-aymarás, por ejemplo”…

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29 de agosto

El documental «La memoria infinita» acerca de A. Gòngora
y P. Urrutia, parece un tìtulo asaz metafòrico y romàntico,
pero algo irònico tambièn ¿Sì o no?
Me encontrè con Gòngora «en persona» tal vez una vez ùnica
de nuestras vidas –y no es un recuerdo muy feliz que digamos…
Pues, lo que sucediò esa tarde, de los años 2000 talvez,
fue breve pero decisivo al construir una imagen posible de lo
que me gustarìa nombrar «el intelectual orgànico
concertacionista de los 30 años» (por supuesto con alguna
referencia a Gramsci, pero «posmodernizado» como debe ser
para este caso).
Un cuento literario de Gòngora, el comienzo de uno mejor
dicho, es el encuadre de este brevìsimo recuerdo de ese
hombre enamprado de una mujer.

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