La Av. Francia de Valparaíso corre perpendicular al mar, en una línea ascendente desde el borde costero hasta las faldas del cerro La Cruz.
A inicios del siglo XX estaba repleta de pretenciosos edificios y lucía muy diferente a lo que hoy es: una ecléctica vía donde combinan decenas de estilos que incluyen algunas señoriales pero decrépitas construcciones que por milagro se han salvado de las llamas y los terremotos.
En los 50′ y 60′ algo quedaba de su antiguo esplendor, como por ejemplo, la Escuela Técnica Femenina, en la esquina de Francia e Independencia con su característico rosetón metálico de al menos cuatro docenas de tubos de donde salía gas para iluminar la noche. Un espectáculo.
Este era el camino obligado entre el colegio y mi hogar en Av.Baquedano, que inicia casi al término de Av.Francia, trepando y cruzando los cerros Monjas y Mariposas para terminar su serpenteante recorrido en el cerro Florida, a pasos de la Sebastiana, la casa porteña de Pablo Neruda.
Ahí, al inicio de Baquedano pasé la mayor parte de la infancia, esa que nos queda indeleblemente grabada con todos sus bemoles.
Aquella casona estaba en el tercer piso, pero por esas cosas de Valparaíso donde las quebradas son aprovechadas al máximo para la construcción, aunque se hallaba en el último nivel era la única casa de aquel edificio que tenía patio (dibujen una línea vertical y en su base una en 45º, al final de la vertical tiren una horizontal y entenderán)
En ese patio estaba mi Reino, mi acuoso reino contenido en una vieja artesa de madera. Ese recipiente de pino cepillado cuando mi abuela no lo ocupaba en el lavado se transformaba en un océano donde inmensas flotas rivales se transaban en cruentos combates que empequeñecían enormes batallas como la de Jutlandia.
Los combates jamás tuvieron un claro ganador, me transformaba en Neptuno y mis manos provocaban terribles tifones, espantosas marejadas que terminaban con la mayoría de las naves en el fondo marino.
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