Después del shock del día viernes 05 de febrero, cuando un malabarista murió baleado tras resistirse y lanzarse contra carabineros tras un fallido control de identidad, he iniciado una especie de decante emocional para intentar comprender y darle sentido a los acontecimientos.
Son varios los momentos que me llamaron la atención del episodio: La incapacidad de los uniformados para desescalar el conflicto, la beligerancia del malabarista, la violenta reacción callejera posterior pero sobre todo, la actitud atrincherada de uno y otro sector político. Mayoritariamente, los sectores de derecha se cuadraron con el carabinero y los adherentes de izquierda se inclinaron por el malabarista.
Es muy difícil comprender este nivel de violencia y polarización sin razones poderosas que la amparen. De otra manera no me explico que un episodio que comenzó con un control de identidad normado por la ley haya terminado con un muerto y edificios públicos quemados. A mi modo de ver, lo que ocurrió en Panguipulli no fue más que el campo de una lucha simbólica de nuestra sociedad que va mucho más allá del carabinero y el malabarista.A mi modo de ver, lo que ocurrió en Panguipulli no fue más que el campo de una lucha simbólica de nuestra sociedad que va mucho más allá del carabinero y el malabarista.
Con diversos matices, quienes apoyan al carabinero argumentan así: el malabarista intentó atacar al uniformado y este se defendió de forma legítima. Quizás se excedió en el número de disparos, pero en última instancia, el malabarista «murió en la suya».
Es importante entender que para este sector político, el carabinero no es sólo «un paco», sino que es un representante del orden, la última línea de defensa de la institucionalidad. Sin él, nuestra sociedad corre el riesgo de desmoronarse.
De un tiempo a esta parte, algunos miembros de nuestra sociedad se han convencido de que Chile ha entrado en una fase de descomposición en sus dimensiones política, económica, social y moral. Dada la prosperidad del modelo en los últimos treinta años, el estallido social es un sin-sentido; el Presidente Piñera ha sido débil para enfrentar a la izquierda; la migración descontrolada está poniendo en jaque nuestra idea de nación y para muchos, la diversidad sexual, el aborto, la lucha feminista y el apoyo a la primera línea son síntomas de la decadencia moral que aqueja a nuestro país. Ante este desorden, es imperioso anteponer el Orden, y ofrecer un apoyo claro a las instituciones que la representan: Carabineros y Fuerzas Armadas.
También con matices, los que estamos al otro lado de la vereda vemos el asunto de forma radicalmente diferente: el malabarista fue lisa y llanamente una víctima de Carabineros, la última en la larguísima lista de damnificados y abusados por nuestras instituciones. Quizás fue imprudente al oponer resistencia, pero en última instancia, el oficial actuó con descriterio flagrante.
Es importante entender que para este sector político, el malabarista es ante todo un ciudadano con derechos (quien además carecía de antecedentes penales al momento del control). Quizás la violencia represiva sirva en el Tíbet, pero no en una democracia de pretensión liberal que se encamina al desarrollo. Y menos en un balneario lacustre a plena luz del día.
De un tiempo a esta parte, estos sectores de la sociedad se han convencido de que las instituciones políticas, morales y económicas se han desentendido de los problemas públicos: nos entregaron un enfoque de mercado que entregó mucha prosperidad pero pocos puntos de apoyo en una crisis; diseñaron el Transantiago, un sistema de transporte que terminó cristalizando en un resentimiento que nuestros dirigentes no fueron capaces de percibir; la promesa de las pensiones no se cumplió, etc… las demandas sociales no sólo fueron ignoradas, sino que en el camino empezamos a descubrir que nuestras élites no eran lo que pensábamos: el alto mando de Carabineros y Fuerzas Armadas utilizó el fisco para sus fines particulares, nuestros políticos y empresarios operaban un esquema corrupto de financiamiento electoral y la Iglesia, nuestro bastión moral, defendió con uñas y dientes a Karadima. Así las cosas, la gente sencillamente se aburrió: ¿Con qué moral me vienen a pedir el carnet?
Los de allá son testigos de una desintegración nacional. Los de acá vemos un país con oportunidades mal distribuidas y abuso constante. Estos son las pulsiones que conducen el actuar de nuestra sociedad. Lo que ocurrió en Panguipulli y los eventos posteriores son llamativos porque tocaron el nervio, la fibra de la sociedad chilena.
Ambos puntos de vista son comprensibles y existen motivos poderosos para defender una u otra postura. Pero las pulsiones se vuelven peligrosas cuando permean hacia nuestros representantes electos. La actitud de nuestra clase política, tomando partido por unos u otros, no hace más que atizar nuestro dañado debate nacional. Es de esperar que esta actitud oportunista tenga un vuelo corto y decante hacia una genuina racionalidad.
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