“Proyecto político”: como sucede con tantas palabras y expresiones, de mucho usadas (y abusadas), pasan por sobreentendidas. Pasan y cruzan nuestros horizontes pensantes (y de la acción) sin preguntarnos –sin permitir preguntarles- de cuáles aves, pájaros o bichos estamos, entonces, hablando.
Así, además, funcionan como hegemonías. Es decir, como sentido obvio, intocable en sus presupuestos; cuestión de principios, y como operando en tanto “principios” (primero), nada hay superior a ellos. Dicho al modo del cotidiano, las palabras y expresiones hegemónicas colectivas son anteojeras (de caballo). Hace cuatro siglos, el filósofo F. Bacon las nombró “idola fori”: los ídolos en la palabra pública.
Para perturbar su jerarquía, para introducir alternativas, para producir realidades, basta preguntar. Por ejemplo: ¿Qué dice “proyecto político” ahora, actualmente, en un tiempo signado por el XXI? Chile me parece hoy un lugar donde los ídolos del foro se cruzan muy rampantes y nadie les hace la pregunta del desnudo y la debilidad de su condición. Hagamos allí, por rebeldía o ingenuidad, una incursión. Un “proyecto político” dice hoy por lo menos dos veces aquello de colectivo. Todos más o menos sabemos eso de político y polis: el lugar por excelencia del tejido de las cosas humanas. Polis y ciudad en griego. No las casas, las calles y el mercado (ágora), sino la potencia de lo humano por proximidad.
Primero la polis que se da una forma, una organización, y una cierta imagen de unidad. En los tiempos modernos se llamó a eso “proyecto país”. Segundo, el proyecto, la visión, surge de un movimiento social.
Hoy los llamamos “movimientos ciudadanos” porque cómo suceden en este siglo XXI no es similar a cómo ocurrieron en el XX. Allende fue, entonces, líder de un proyecto político colectivo. Ahí estaban los partidos y sus tradiciones, intelectuales de distintos pelajes, organizaciones sociales de variada pinta y “compromisos”.
Un “movimiento ciudadano” ya no repetirá esos modelos. Sin embargo, pareciera que no posee aún hoy el suyo. Están sucediendo; el asunto está en atender al modo de su acontecimiento. La revolución cubana permite apreciar otro lado del proyecto político: la formación y operación de elites dirigentes. Esa victoria –una isla subdesarrollada, a 100 kilómetros (y “puterío”) de USA, plena guerra fría- fue la de un reducido grupo tremendamente lúcido de saber lo que había y lo que se podía hacer en Cuba entre 1955 y 1960.
Conocemos una versión excepcional del proyecto –que no alcanza precisamente a serlo-. Es el movimiento populista. Perón es el ejemplo latinoamericano: hasta tal punto que el peronismo resulta en una suerte de “sociedad refleja” de la Argentina. Refleja: es decir, que la copia. No la mueve hacia finalidad alguna, salvo la de saberse a sí misma cómo es (o cómo se quiere).
Lo más interesante del peronismo, si me presionan, es su falta de modernidad: no va ni quiere ir, precisamente, para ninguna parte. Las mayorías argentinas gozan de sentirse peronistas; no quieren que el peronismo lleve a la Argentina a ninguna parte, ni mejor ni peor, sino que la haga sentirse siempre muy argentina. Chile no es Argentina. Nuestra cultura es demasiado modernizante (todavía). Así que nuestros modelos son los proyectos políticos que funcionan como causas.
Una causa social parece producirse cuando se juntan una situación experimentada por las gentes con la doctrina valorada por una elite. Un movimiento mueve: cambia el estado de las cosas en alguna dirección. La causa procura un sentimiento de dirección. Ella es responsabilidad de una elite del poder.
“Relato” es la palabra “de moda” para decir hoy una causa social. Es una palabra secularizada –o sea, racionalizada-, para indicar una mezcla de elementos que se consideran “verdaderos” respecto de lo social, con elementos “emocionales”, donde destacan la pertenencia y el sentido de la entrega o el sacrificio.
Un relato tiene típicamente una forma épica (o epopéyica): cuenta la historia del transcurrir de un colectivo, desde una posición desmejorada hasta una posición deseada y hasta soñada. Sí. Sin sueños (sin épica), ni la mejor (más racional y técnicamente perfecta) “política pública” gana la menor adhesión.
La mejor gracia del relato consiste en que jamás alcanza una expresión plenamente explícita. Opera en una zona “inconsciente”, a la vez colectiva e individual. Por eso es tan poderoso. Y tan vago. Los movimientos ciudadanos están buscando sus relatos.
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