Próximo al centenario de la publicación de su primer volumen, el libro en dos tomos de La decadencia de Occidente de Oswald Spengler (en alemán Der Untergang des Abendlandes) transitó desde la efervescencia a estar cercano al olvido. Aclamada por los círculos imperialistas pos Primera Guerra Mundial, esta obra vino a exaltar el sentimiento nacionalista y espíritu prusiano de las altas castas germanas. Una vez quedado atrás el delirio nazi, su título ha sido deslizado someramente en opiniones y foros cuando el tópico es alguna crisis de los países del bloque occidental.
Sabido es que esta publicación adolece de ser polémica, pero es altamente valorada también en la historiografía moderna por la lucidez de su análisis. Como concepto angular, Spengler propone que las culturas, al igual que los individuos, son organismos que pasan por etapas de vida desde la infancia hasta la senectud. Al revisar culturas como la Antigua, India, Egipcia o China, el autor advierte que todas emergen a partir de una fuerza creadora en relación simbólica con su espacio. Asimismo, su desarrollo está determinado por la suma progresiva de sus posibilidades interiores, y una vez que sus posibilidades han sido realizadas, la cultura se anquilosa y muere.Bifurcar un destino donde los hombres sean capaces de resolver sus conflictos de manera pacífica y construir un modelo de desarrollo en equilibrio con su entorno, depende de la humanidad. La historia no está escrita, depende de nosotros mismos sentar las bases de una cultura que vuelva a relacionarse simbólicamente en armonía con su interior y con su espacio.
Y dado que cada cultura nace a partir de una idea creadora distinta, tiene también su propia manera de extinguirse, negando sus ideales iniciales, pero manteniendo el símbolo primario con que nació. En el caso de nuestra cultura, de la cultura fáustica como la llama Spengler. Lo que la destaca y distingue es el imperativo moral: dominar el curso de la humanidad. Buda ofrecía un libre ejemplo, Epicuro daba un buen consejo. En Occidente predomina el “tú debes”. En ese sentido, la humanidad fáustica destruye sus tradiciones originarias (hacia una Modernidad líquida como diría Zygmunt Bauman), pero conservando su idea primigenia.
Una vez iniciada la senectud de la cultura, el depositario es el hombre moderno, a quien Hermann Hesse describió lapidariamente como “una criatura de débil impulso vital, miedoso, temiendo la entrega de sí mismo, fácil de gobernar”. Se levanta la ciudad mundial, expresión pétrea de lo informe y enorme, de la cantidad por sobre la calidad, del crecimiento por sobre el buen vivir. Finaliza la vida interior creadora, sólo se conserva lo externo, lo material. Como dijo Spengler: “la gran urbe como base y la masa como público”.
Se constituye la omnipotencia del dinero, se consolida el bienestar material de los ciudadanos como racionalidad gubernamental del Estado. Así como el columnista nacional Cristián Warnken elocuentemente ha descrito a Chile –que no tiene razón de estar exento de este proceso histórico- en recientes publicaciones. Como un país sumido en un pantano de mediocridad y ramplonería en el que “la belleza y la decencia brillan por su ausencia”, donde reina el crecimiento sin proporción. Con edificios gigantes que destruyen el equilibrio barrial, malls enormes que incentivan el consumismo inorgánico. En definitiva, un país alejado de su raíz profunda, que Warnken sostiene es la poesía, como nuestra luz propia y como nuestro suelo.
En esta decadencia, donde gobierna la ansiedad de crecer sin límites, es donde emergen las prácticas de corrupción y de colusión. Donde da la impresión lúgubre de que el dinero gobierna sobre la política y marca sus límites. Es también la civilización del crecimiento desmedido la que depreda el planeta y sus recursos, consumiendo más de lo que la «gaia» puede entregar, destruyendo incluso nuestro propio futuro. Dónde está el hombre frente a esta devastación, mientras “el desierto avanza, la marea roja avanza”, se preguntaba Warnken.
A Spengler se le ha acusado de caer en el determinismo histórico. Empero, cabe preguntarse qué estamos haciendo como humanidad para evitar esta decadencia que nos dirige directamente al colapso. La voluntad de dominio de nuestro medio como imperativo moral, con la excusa de generar certidumbre, está provocando riesgos globales aún mayores (poner atención al concepto de la Risikogesellschaft de Ulrich Beck). No en vano el último Reporte Global de Riesgo del Foro Económico Mundial presenta el fracaso de la mitigación y adaptación al cambio climático como el tercer riesgo global más probable y el primero en cuanto a impacto. De hecho, se estima probable que el calentamiento global producido en 2015 haga aumentar, por primera vez, la temperatura global media de la superficie en 1°C respecto de la era preindustrial.
La profecía de Spengler, que no es otra cosa que la visión cíclica de la historia señala que, frente a la decadencia de una cultura adviene el cesarismo, es decir, una figura que concentra todo el poder y quiebra la dictadura del dinero sobre la base de la fuerza: “sólo la sangre superará y anulará al dinero”, dice el historiador alemán. Bifurcar un destino diferente, donde los hombres sean capaces de resolver sus conflictos de manera pacífica y construir un modelo de desarrollo en equilibrio con su entorno, depende de la humanidad misma. La historia no está escrita, depende de nosotros mismos sentar las bases de una cultura que vuelva a relacionarse simbólicamente en armonía con su interior y con su espacio.
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