La creciente incorporación de las nuevas tecnologías, al ámbito del trabajo, conlleva una actualización de un enfrentamiento, o contraposición, que ya se dio a inicios de la revolución industrial. En aquel tiempo, la introducción de la máquina de vapor, a la producción industrial, a la explotación minera y al transporte, permitió realizar labores, otrora, altamente intensivas en uso de mano de obra, con unas cuantas cuadrillas de trabajadores. La llegada de esta tecnología significó una nueva organización del trabajo. La maquinaria impulsada por vapor no necesitaba detenerse a descansar como aquellas impulsadas por el hombre o por tracción animal. Una nueva forma de explotación de la mano de obra significó la multiplicación de muertes de trabajadores, debido a las infrahumanas condiciones de higiene y seguridad. Las tecnologías nacidas para dar un reimpulso al desarrollo capitalista, también significaron un impacto en la sociedad. Nuevos hábitos de consumo de las clases acomodadas que ahora podían realizar viajes transatlánticos a cualquier lugar del planeta. Un aumento de la producción sin precedentes, generó la necesidad de contar con más materias primas, y más trabajadores. Junto a este fenómeno de desarrollo acelerado de la industria, surgió con fuerza una discusión, acerca de los límites, a los que se podía llevar al hombre, puesto a trabajar en línea con las máquinas. Surgieron cuestionamientos, por la cantidad de trabajadores que quedaban sin trabajo, o reducidos a labores de “asistencia” o de alimentación de las líneas de producción mecanizadas. A ese movimiento de rechazo a la introducción de tecnologías, desconocidas para la época, se le llamo “maquinismo”. Y fue uno de los incentivos, para la organización obrera, el surgimiento de los primeros movimientos huelguísticos, y la conformación de los partidos políticos de la clase trabajadora. A fines del siglo XIX en todo el mundo, incluidos los territorios “de ultramar” (que correspondían a las colonias, y a los territorios, recientemente independientes), surgieron también movimientos reivindicatorios. A inicios del siglo XX, hasta la Iglesia Católica empezó a preocuparse de la condición de explotación de los trabajadores. Fue lo que se llamó “La cuestión social”.
La Primera Guerra Mundial precipitó el colapso de las potencias no industrializadas. Uno de los más afectados fue el imperio ruso. Asolados por el hambre, sin calzado y mal vestidos, los campesinos rusos enviados a la guerra se negaron a continuar luchando y volvieron a Rusia. La autocracia zarista, intentó contenerlos, reprimiendo, pero era demasiado tarde. Surge una potente organización política nacida al fragor de las luchas sindicales y potenciada por la crisis económica terminal del imperio. Los trabajadores y los soldados asaltan el poder e instauran el primer régimen socialista de la historia. Sus principales emblemas fueron “Pan, techo y trabajo”. La derivación hacia un régimen autocrático, represor y sanguinario, durante más de 70 años, fue el trágico y triste final, de ese intento por reivindicar un rol protagónico para los trabajadores en la sociedad.
A ciento veinte años de la Revolución Rusa, las relaciones entre patronos y obreros han cambiado radicalmente. Lo común no es el trabajo industrial, en una línea de producción. Jornadas extenuantes, que se inician al toque de un silbato en la mina o la fábrica, han quedado en el pasado. Estamos hoy día, enfrentados a una realidad, que supera todo límite. La tecnología ha masificado medios de comunicación virtuales de bajo costo, con conexión permanente a internet. Fácil acceso a dispositivos electrónicos, cada vez más baratos, ha cambiado las relaciones interpersonales. Y también el trabajo. Las personas viven conectadas el día entero. Algunas personas incluso, transmiten on line, cada una de sus actividades del día. A una audiencia imaginaria. El sueño de un tirano que quiere saber todo lo que el pueblo hace, se ha hecho realidad. Hoy no es necesario que un estado policial o fascista te obligue a exhibir tus “Papeles”, o revise tu casa. Hoy las personas acceden voluntariamente, a compartir sus datos, sus preferencias, sus deseos, y hasta los aspectos más íntimos de su vida. Sin que nadie los coaccione, abren su existencia, a la intromisión de toda clase. No es el líder supremo del estado, ni un burócrata ruso, en el supra poderoso estado soviético. Hoy son compañías como Facebook, Twitter, Amazon, Netflix, quienes “facilitan” gratuitamente sus plataformas, para que cada uno, grabe allí toda su biografía. Ellos saben más de nosotros mismos, de lo que supieron nuestros padres jamás.
En este nuevo escenario, no hay siquiera un atisbo de confrontación, o rechazo. Nadie se cuestiona la condición de exposición y vigilancia permanente en que nos encontramos. En este nuevo escenario, la relación entre capital y trabajo, es más difusa. Surgen nuevas formas de trabajo, que escapan a la regulación laboral que data del siglo XX. El discurso imperante, promueve la autonomía, la independencia. Pandemia mediante, se ha instalado a millones de trabajadores (as) a trabajar desde sus propios hogares, con un control electrónico, que nunca descansa. El trabajador, en tanto sujeto que forma parte de una organización colectiva del trabajo, que es la empresa, desaparece. Queda el trabajador, externalizado, el trabajador a distancia, o tele-trabajador. Se desprende de este modo, del componente social al trabajo, y el trabajador, se vuelve un individuo más en una “línea de producción” virtual, que es infinita. Lo que algunos han visto como una conquista del individuo, en aras de su libertad, y de conseguir más tiempo para sí mismo. En la práctica ha producido todo lo contrario, con hombres y mujeres debiendo asumir la carga laboral en sus propios hogares. Sin separación alguna entre el espacio doméstico, y el laboral. Muchas veces sin los medios adecuados.
En la otra cara de la relación de las nuevas tecnologías con el trabajo. Están los grandes negocios, fraguados a propósito de estas “oportunidades”. Trabajadores que reparten comida rápida, paquetes, correspondencia, o transportan pasajeros, a lo largo y ancho de las ciudades. Ellos no son trabajadores, se les llama “asociados”, “colaboradores”. Perciben un ingreso bruto por cada entrega que realicen, no cuentan con seguridad social, ni protección de accidentes del trabajo. Todos ellos, son “sus propios dueños”, ya no deben seguir instrucciones de un jefe, son su propio jefe. Y como tales, deben “auto explotarse” si es que quieren conseguir mejores ingresos, deben (pueden) trabajar más. Con un click, se suprimen las 8 horas de trabajo, la ley de salas cunas, el derecho a descanso remunerado. Qué hablar de derechos sindicales o de negociación colectiva. En alguna elegante oficina de Nueva York o Singapur, alguien revisa los resultados de la compañía en el globo. En alguna calle de Santiago, un grupo de asociados a la entrega de comida rápida, se enfrenta a golpes, para rescatar la motocicleta de un colega que ha sido retenida por delincuentes. El gran conflicto ético de nuestro tiempo, no es con las nuevas tecnologías. El conocimiento puede y debe estar al servicio de todos. El internet de las cosas, la robótica y la automatización, representan importantes innovaciones, que deben servir para mejorar las condiciones de vida. El gran conflicto ético de nuestro tiempo, es con nosotros mismos. Nuestra falta de conciencia de sí mismos. El abandono absoluto, de una idea de hombre o mujer, luchando por una vida plena, porque eso se alcanza en comunidad. La nueva esclavitud, somos nosotros mismos, encerrados, esclavos del individualismo extremo, del consumo desenfrenado, que, a la vez, propicia la pérdida absoluta de libertad, por las deudas que no tienen fin.
El gran conflicto ético de nuestro tiempo, es con nosotros mismos. Nuestra falta de conciencia de sí mismos. El abandono absoluto, de una idea de hombre o mujer, luchando por una vida plena, porque eso se alcanza en comunidad.
La gran esperanza de nuestro tiempo, más que en los instrumentos tecnológicos, en la técnica, y en el mito del progreso infinito, está en el interior de las personas, en la profundidad de su consciencia. El despertar interior, es lo único que puede salvar a esta generación de cibernautas, y tele-trabajadores.
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