El trasfondo de rebelión social y cultural del último tiempo ha revitalizado como nunca en los últimos 30 años las ideas de transformación. Ese campo de significaciones sobre la forma en la que vivimos – habitamos el mundo y sus localizaciones en nuestra vida cotidiana, que de por sí es heterogéneo, luce múltiples apropiaciones de al menos dos referentes semánticos: la revolución como proceso de cambio radical y la conciencia como experiencia individual que protagoniza dichos cambios.
Las revoluciones de las conciencias, como idea y vivencia subjetiva, no son nada nuevo. No obstante si constituyen un meta relato que va tomando una fuerza particular como re interpretación de lo político, que se aglutina desde la diferencia más radical y que en ese devenir aún no ha dado con su punto de espesor. Su momentánea liquidez puede tener que ver con los quistes culturales que han habitado el cuerpo de significados constitutivos de la modernidad permanecen ahí muy vivos en el cómo re construimos nuestro protagonismo en la escena de una civilización en crisis.Que las revoluciones sean hoy de las conciencias tiene todo sentido como la incorporación de la experiencia subjetiva profunda a las dinámicas de cambio civilizatorio
Un lugar común que ha ido creando complicidades, es el del cambio de paradigma. “Tenemos que cambiar el paradigma” es una alocución que da cuenta de una intersección cada vez más viva en el diálogo social, que expresa la constatación que los grandes relatos sobre el poder, el progreso y la dignidad humana poco a poco se desangran y que es necesario rehacer nuestros modos de vivir desde otros lugares. En adelante, nuestro acceso a las culturas mundiales – incluidas nuestras culturas ancestrales – va permitiendo encontrar nuevas fuentes de significado que edifiquen destinos alternos a la modernidad capitalista global.
En este lugar quisiera detenerme para relevar que el cambio paradigmático como ejercicio consciente es difuso y pedregoso, entre otras cosas, porque no siempre tenemos tan a la mano las narrativas constituyentes de los paradigmas dominantes y como estas se han permeado en nuestras trayectorias vitales. Siendo así es a lo menos difícil mirar que está debajo de nuestra piel y desde donde podemos situarnos para renovarla.
La urgencia como modalidad selectiva aprendida de la vida moderna, nos mueve intuitivamente y con rapidez a la búsqueda de respuestas re estructurantes de nuestro que hacer en el mundo. Emergen entonces algunas tentativas en forma de receta, diferentes por cierto, pero que tienen un enclave común. Las aspiraciones de transformación narradas como “El cambio es de adentro hacia afuera” o “La revolución es primero a nivel personal” son a, mi modo de ver, una refrescante y tentadora oportunidad que tiene cada cual de retomar su poder, pero a su vez, sería solo la primera capa del malestar con las respuestas universales, en la cual sigue primando como antítesis la vida individual. La experiencia egótica propuesta por la modernidad llega a su punto culmine cuando desde su cúspide el ser humano observa la destrucción y la muerte. En ese punto, solo se tiene a si mismo y opta como camino unívoco el viaje hacia la negritud del yo con la aspiración de sanar la soledad y el sin sentido y, como consecuencia, irradiar lo que requiere la construcción de una nueva sociedad.
Esta posición, la de las revoluciones personales, más que representar un cambio paradigmático, parece más un cambio en la dirección en las verdades modernas. De la unidireccionalidad de los relatos del progreso, el productivismo, el patriarcado, el capitalismo y la globalización como motores de la vida social que modulan nuestras subjetividades, viajamos a otro lugar para plantear una nueva unidireccionalidad al haber un solo punto de referencia constituido por el yo.
Pensarse a sí mismo como agente transformador y qué es lo que requiero para alcanzarlo es de toda validez. Sin embargo para el caso, este ejercicio ontológico tiene un sentido específico cuando permanecemos en la racionalidad donde seres humanos estamos escindidos de otros humanos y de todo aquello que no es humano, como la naturaleza, por tanto existo “yo y lo / los demás” (sujeto – objeto), transformándose a si mismo en un escenario propio y que en la medida que se auto produce en contraposición a los paradigmas dominantes bastaría para ser un activo agente de cambio.
Esto en su versión más trastocada supondría que el camino elegido también debiesen seguirlo otros individuos y que el resultado será necesariamente mas que la simple suma de las partes. El efecto de esta presunción ha sido la eclosión desenfrenada de respuestas trampa, de espejos rotos por la autocomplacencia individual, como es el caso por ejemplo de las espiritualidades líquidas (New Age) y su religiosidad esencialista, los movimientos anti humanistas y eco fascistas entre los que cuentan ciertas facciones veganistas y mascotistas fundamentalistas por nombrar solo algunas.
No obstante a lo dicho, la experiencia individual manifestada en la conciencia desde una pretensión de cambio paradigmático es totalmente pertinente y necesaria. La distinción radicaría en que como somos parte de un todo, aun con los límites que nos definen como individuos, las nuevas revoluciones no debiesen partir de una escisión lineal espacial y temporal entre una cosa (mi cambio personal) y la otra (el cambio civilizatorio).
Si le quitamos el piso al imperio de la razón moderna y tomamos la posibilidad de reconocernos integralmente como seres corpóreos sentipensantes imbuidos e implicados en la más compleja y misteriosa red de interacciones e interrelaciones, donde todo está siendo, entonces la transformación personal (o de la conciencia si se quiere) es siempre con otros humanos y no humanos que del mismo modo están experienciando la vida en un proceso de cambio permanente y que se da en múltiples esferas. Sin dudas hay una existencia propia, única e irrepetible pero que muta en múltiples series de intersecciones singulares e irreplicables con otras experiencias replicando en todo momento la complementariedad y la diferencia.
No es para nada irrelevante nuestro lugar como individuos, nuestra historia y cómo fue que aprendimos a ser lo que somos. Tampoco lo es la voluntad de cambio siendo conscientemente esa parte pequeña del todo que requiere su propio equilibrio. El asunto podría ser que el ejercicio personal de la conciencia del todo vaya experimentando un sentido de lo público y lo biótico que desemboque en nuevas relaciones dispuestas a tomar por ejemplo la discusión por el poder y como usamos las fuerzas colectivas para realizar nuestras utopías.
Quizás, en vez de pensar el cambio de adentro hacia afuera, de sobre refinar la exploración del mundo interior para pensarse como actor político, es plausible caer en cuenta que el cambio está siendo al igual que nosotros en una especie de multiconsciencia de las opresiones territoriales, étnicas, de género y de especie que vivimos por parte del proyecto capitalista patriarcal global.
Que las revoluciones sean hoy de las conciencias tiene todo sentido como la incorporación de la experiencia subjetiva profunda a las dinámicas de cambio civilizatorio, no obstante también no están exentas al riesgo de quedar atrapadas en un lugar común sin sustancia, que intenta forzar una ética universal que se descuelga de la diferencia, o bien, que se difumina en historias vitales asépticas respecto de las culturas de la dominación y la devastación.
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